CULTURA PARA LA ESPERANZA número 34. Invierno 1999

Sin suelo y sin techo (II).   La persona sagrada

    "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derecho", reza el primero de los derechos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, cuyo cincuentenario acabamos de celebrar.

     Sin embargo, según Amnistía Internacional en su Informe 1998, un año de promesas rotas, "para la mayoría de las personas los derechos proclamados en la Declaración son papel mojado". "Así -continúa el Informe- para los 1.300 millones de personas que tratan de sobrevivir con menos de un dólar al día, para los 35.000 niños que mueren a diario por desnutrición o enfermedades de fácil curación, para los que sufren tortura en un tercio de los países de la tierra, para los desplazados por las guerras, para los sin-tierra, para los parados y excluidos...".

    Son muchísimos, no obstante, -y nosotros con ellos- los que se alegran de la existencia de tal declaración y de los progresos realizados en el camino de su concreción. Pero no podemos bajar la guardia ante lo que puede ser mera publicidad política o cortina de humo para distraer nuestra mirada de la sangrante realidad.

    Por eso no discutimos a Juan Pablo II su enfática afirmación de que la Declaración de Derechos Humanos sea el mejor logro del siglo que termina; aunque él mismo, en su mensaje del Día de la Paz de este año 1999, se ve obligado a enumerar las gravísimas violaciones actuales de tales derechos de forma sistemática en casi el mundo entero, violaciones, por otra parte, -reconoce él- que afectan en gran medida al más básico de ellos: el de la vida.

    Ciertamente, sabemos de la fuerza de la conciencia y de cómo, para que dejen de cometerse determinados crímenes, es necesaria una previa, insistente y persistente denuncia de los mismos hasta que resulten para todos aborrecibles; pero nos percatamos así mismo de cómo la publicidad y la propaganda de los criminales puede vestir de virtud los vicios más nefastos y crueles, y de cómo una inundación de noticias desastrosas sobre la ciudadanía, hábilmente administrada y sin alumbrar posibles caminos eficaces de solución, socava la esperanza y la capacidad de esfuerzo de las personas de buena voluntad.

    Comprendemos, en efecto, las energías que generan las propuestas realistas y factibles de realización de la justicia; pero tampoco se nos oculta que sin una buena labor de desescombro no puede adecuadamente cimentarse el sólido edificio de la equidad y la paz, y que son muchos el tiempo y los esfuerzos que en ello hay que emplear.

    Bueno es promover el cumplimiento de cualquiera de los derechos humanos; mas aceptando con lo debida clarividencia que todos están de tal modo inextricablemente unidos que, si no se respetan en conjunto, es imposible en la práctica el cumplimiento de sólo unos pocos. ¿Cómo va a ser posible, por ejemplo, que sean reales los derechos civiles y políticos sin que lo sean los económicos y sociales?.

    No obstante, dentro de su esencial conexión mutua, debe reconocerse que poseen entre ellos una ordenación, estructura o jerarquía determinada, donde unos vienen a constituir como el suelo o los cimientos sobre los que los demás se asientan y otros el techo que los cubre y protege a todos. Porque sospechamos -por lo que conocemos y observamos- que, hoy por hoy, los derechos humanos están al aire y en el aire, a la intemperie, sin techo y sin suelo, sin sustento y sin cobijo, sin tierra -aquí entendida en su inmediato sentido físico- donde asentarse y de la que alimentarse y sin el debido reconocimiento de su sacralidad que los convierta para todos en intangibles e inviolables.

    El derecho -en alguna forma, real y efectivo- sobre los bienes de la naturaleza es, a nuestro modo de entender, la base material de todo derecho humano y la adecuada fundamentación ética de la sacralidad de la persona humana es el escudo, el techo, que los defiende frente a toda posible agresión. Nos estamos refiriendo al derecho de propiedad de bienes, por una parte, y a la dignidad de toda persona humana por otra.

    Vayamos con lo primero. Cuando la persona está desposeída de bienes materiales, desarraigada de la posesión de la tierra (o del agua o del aire) todos los demás derechos los posee (si los posee) en precario, es decir, le son otorgados (si le son otorgados) por los poderosos poseedores de la tierra. Sin posesión de bienes todos los derechos están sin suelo, tienen las raíces al aire, y los que creen poseerlos, en realidad lo que tienen no son derechos sino la beneficencia (aunque sea generosa) de los poderosos poseedores. -Atiendan a esto los orgullosos practicantes de las profesiones llamadas liberales, que sirven a quien más les paga-.

    Hay un inevitable, necesario y sano materialismo. El hombre es fruto de la tierra, de la naturaleza, y a ella, por más que la ciencia y la técnica parezcan realizar lo contrario, está vinculada su existencia. De la tierra se sustenta: de sus frutos directos o de sus productos en enésima elaboración preparados. Es, en verdad, sobre la tierra, sobre la naturaleza y sus elementos sobre los que se vuelven, se vuelcan la ciencia y la técnica para mejorar la vida humana. Sin tierra, sin agua, sin aire no es posible la vida humana. Por eso toda persona tiene derecho a poseer como propio la tierra, el agua o el aire que necesita para vivir, y no por otorgamiento de nadie sino, simplemente, porque le pertenecen.

    Y hablamos de poseer como propio, sin cuestionarnos ahora el cómo de la vinculación de la persona con su poseer y su posesión, su concreción social o jurídica que -es evidente- no puede ser igual para la tierra que para el agua o el aire, por ejemplo, no puede ser igual para la agricultura que para la gran industria, para la propia vivienda que para las instalaciones de la empresa, para una refinería de petroleo que para la fabricación de relojes de precisión o de microprocesadores.

    Lo que queremos dejar claro es que cuando no hay una vinculación -eso es el derecho de propiedad- entre la persona y los bienes de la naturaleza, por muy elaborados que aparezcan, ésta, la persona humana, deviene dependiente de los poseedores de tales bienes, y así todos sus derechos quedan en manos ajenas, o lo que es lo mismo, que no los posee, puesto que no están en sus propias manos.

    Puede quizá argüirse por parte de muchos que basta el derecho al uso de los bienes que hemos llamado materiales sin necesidad de ser titular de la propiedad de tales bienes cuando al titular le son necesarios. Derecho al uso exigible por razones ajenas al derecho de propiedad (bien común, etc.). Pero el problema está en cómo exigir a los detentadores del título de propiedad que acepten que otros usen lo que "legalmente" es de ellos. O se restringe su derecho de propiedad (del modo que sea oportuno), o no será factible el derecho de uso de tales bienes por parte de otros; máxime cuando los detentadores de la propiedad tanto peso suelen tener en las instituciones políticas y sociales.

    Lo objeción anterior aparece más clara cuando se piensa -con toda naturalidad y como con absoluta evidencia- que pueden cambiarse bienes materiales por bienes -digamos- espirituales, para lo cual -dicen- disponemos del dinero. Por ejemplo, a cambio de los saberes que imparte un profesor, se le provee de vivienda, alimentos, etc. Pero ¿qué sucede (ténganse en mente, por concretarlo en algunos países, Rusia, Indonesia o Brasil) cuando por la inflacción galopante, por la corrupción de los responsables de la economía y la política, por la especulación financiera, por la avaricia de los terratenientes, etc., etc., los salarios o no se pagan o pierden capacidad adquisitiva?.

     Esto prueba, con argumentos de experiencia, que sin un derecho real sobre los bienes materiales ni siquiera el derecho a la subsistencia se tiene en pie.

    Es más, tampoco el derecho al trabajo, que se nos vende como el fundamental para distraernos del derecho a la propiedad, es viable en el estado actual de la posesión de toda clase de bienes. Porque ¿en qué y quiénes vamos a trabajar cuando los propietarios de la tierra, de las empresas y del dinero no necesitan nuestro trabajo para continuar enriqueciéndose, pues les basta para ello con la ciencia y la técnica a su servicio?. En todo caso, trabajaremos en lo que ellos quieran y cuando ellos quieran. ¿Acaso no resultaría grotesco, si no fuera trágico, que las Empresas de Trabajo Temporal (ETTs) -según noticia de prensa del 9-12-98- estudian la posible "ilegalidad" del pacto entre el Ministerio de Trabajo y un sindicato nacional porque -dicen- pretende tal pacto "incentivar" la estabilidad en el trabajo?. Confirma, sin duda, este hecho -y otros muchos- que el llamado derecho al trabajo está en función de que los detentadores de los bienes necesiten o no tal trabajo para continuar enriqueciéndose.

    El Artículo 17 de la Declaración de Derechos Humanos tiene dos parágrafos:
     1) Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual o colectivamente.
     2) Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad

    Nosotros acotaríamos el parágrafo segundo añadiendo: Toda persona será privada de su propiedad, cuando tal propiedad signifique que otros no tengan ninguna, o que sea causa de que pueda utilizarla para dominar y someter, es decir, cuando pueda usar de ella "arbitrariamente" para dominar o para excluir a terceros del disfrute de los bienes a que tienen derecho.

    Toda propiedad personal e individual se justifica por la seguridad y la libertad que da al poseedor. Ahora bien, cuando se sobrepasan los límites de lo necesario para la propia seguridad y libertad, necesariamente se entra en el camino de la agresión y el dominio ajeno, bien dejando improductiva la propiedad, bien haciendo que otros la hagan productiva en provecho propio, bien presionando a los poderes públicos para que se avengan a sus criterios e intereses. En todos estos casos queda sin justificación ética tal tipo de propiedad.

    Hemos dicho al principio que no íbamos a entrar a analizar qué determinados bienes y en qué medida debe poseerlos cada persona; en qué forma (individual, comunitaria o social) debe concretarse; cómo debe jurídicamente articularse un régimen de propiedad justo, a la medida de la persona. Gran parte de éstos aspectos han sido abordados en anteriores editoriales.

    Por hoy queremos resaltar que el régimen actual de propiedd individual ilimitada, reducido mundialmente el número de grandes poseedores a menos del 10% de la humanidad, y aún eso desigualmente distribuido a favor de unos centenares de personas, es radicalmente injusto y, por tanto, indispensable y urgente modificarlo de raíz. Porque, si toda persona humana tiene derecho a los bienes necesarios para vivir dignamente, si estos bienes existen y si hay dos terceras partes de la humanidad que no los poseen, es claro que la economía o, lo que es lo mismo, la producción y distribución de bienes está en manos de quienes se lo detraen a sus legítimos destinatarios (vulgarmente a éstos se los llama ladrones). El destino de los bienes de la tierra -insistamos tozudamente- son todos los hombres, no unos cuantos.

    No se nos oculta que los bienes de la naturaleza son, en su gran mayoría, utilizables por el hombre en cuanto ya elaborados y transformados por el trabajo humano; de modo que, por ello, el trabajo sería el primer título para acceder a toda clase de bienes. Todo el trabajo humano en su conjunto ha logrado que hoy haya más bienes a nuestra disposición; pero no sólo el trabajo de hoy sino también el de ayer. Toda la humanidad en su conjunto ha contribuido a la creación de bienes -ni siquiera los genios inventores fueron posible sin un adecuado entorno y sin unos conocimientos y medios heredados-. Por tanto, cada uno de sus miembros tiene derecho a los para él necesarios.

    Si, por hipótesis, sólo unos pocos pudiesen hoy producir toda clase de bienes, no por esto dejarían de ser todas y cada una de las personas existentes los destinatarios de tales bienes. Este hecho -es evidente- liberaría muchísimas energías "humanas" de tipo psíquico y espiritual que a todos nos haría más perfectas personas.

    Mucho más podíamos decir del "suelo" en que deben asentarse los derechos humanos. Basta por hoy.

     Nos quedaría hablar del "techo", de la sacralidad de la persona humana, que dé razón de porqué tenemos que reconocer en la práctica tales derechos a todos y cado uno de los individuos de la especie humana; si hay algún motivo por el que los derechos de la más pobre y marginada persona humana tienen preferencia sobre el más mínimo privilegio del más encumbrado de los jefes de estado, por ejemplo.

    El tema merece, por habernos extendido ya demasiado en el tema del "suelo", editorial aparte. Al del próximo número nos remitimos con el tema precisamente de "La sacralidad de toda persona humana".

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