CULTURA PARA LA ESPERANZA número 34. Invierno 1999
Del olvido del dolor a la Disneylandia postmoderna
¿Por qué entonces este desprecio del dolor?. Quizá porque tiene precisamente el poder oculto de revelarnos el sentido de las cosas e, incluso, de nosotros mismos. De ahí que se busque la erradicación visible del dolor debido al peligro que encierra su contacto. ¿Acaso puede olvidarse que el dolor ha sido el camino más seguro hacia la disidencia y la heterodoxia?. La tiranía se ha alimentado siempre del miedo, pero del miedo que sienten aquellos que viven instalados en la cómoda pasividad del dejar hacer y no quieren que se les saque de su letárgico sueño para introducirles en la vigilia doliente del que no se deja manipular. Por eso las formas más eficaces y perdurables de dominación tiránica han sido las que han sabido administrar el dolor selectivamente. De un lado, narcotizando a las masas bajo cualquiera de las múltiples versiones del clásico <<¡Pan y Circo!>>, y de otro, reprimiendo moral o físicamente a los elementos que han perdido el miedo al dolor.
Decía esa especie de provocador compulsivo y genial que fue Nieztsche que: <<La jerarquía viene determinada por el grado de profundidad al que los hombres pueden llegar en el sufrimiento. El sufrimiento profundo vuelve aristócratas a los hombres, separa>>. Y algo de verdad hay en ello, ya que a través del dolor se penetra en la entraña misma del pensar: en esa sensación de problematicidad, de desconcierto y crisis que debe anteceder a todo pensamiento que aspira a ser pensamiento y no meros juegos florales al servicio de ociosos especuladores. El pensar requiere lo que los griegos llamaban la <<aporia>>, es decir, la ausencia de salida a los problemas. Esa ausencia suscita la tensión, el hilo dramático y doliente que debe acompañar al pensar. Por eso remachaba Nieztsche a lo dicho antes que: <<No somos ranas pensantes ni aparatos de objetivación y registro sin entrañas; hemos de parir continuamente nuestros pensamientos desde el fondo de nuestros dolores...>>. Y mucha razón tenía, ya que con esas palabras criticaba el odio que nuestra civilización moderna sentía y sigue sintiendo hacia el dolor y todo lo que es asociado a éste: la enfermedad, la duda, el sufrimiento, el fracaso, la muerte, la fealdad...
Y es que en su empeño por romper con la tradición cristiana, esa Ilustración del siglo XVIII de la que todavía somos herederos inconscientes, elaboró un discurso optimista y mundano que sustituyó los símbolos que había ofrecido la Iglesia como explicación del mundo y sus males, por otros completamente distintos. La célebre apuesta de Pascal fue deliberadamente invertida: ¿Por qué esperar a la dicha de la otra vida si se podía ser feliz en ésta? ¿No era más racional sustituir la certeza empírica de una vida mundana que prefería el placer inmediato a la etérea promesa de felicidad en el más allá? ¿Es que no habían demostrado las ciencias físicas y morales que la naturaleza humana buscaba el placer? Además, si existía una inclinación que nos hacía evitar inconscientemente el malestar y el dolor, ¿por qué íbamos a combatirla?. Es más, ¿por qué no transformarla en una búsqueda moral de la felicidad poniendo a su servicio la razón y sus creaciones, esto es, la ley, la ciencia y la técnica?. De este modo, los ilustrados pusieron en marcha el sueño de la utopía moderna con el fin de vencer al dolor a través de una batalla que las sucesivas generaciones humanas deberían seguir librando hasta su erradicación definitiva.
Sin embargo, con su lucha racional contra el dolor, la Ilustración y sus seguidores desataron un proceso que luego se ha vuelto contra ellos. Y ello porque educarnos para la conquista de la felicidad requiere valorar el sacrificio que ha de estar detrás de su búsqueda. Y es que el poder oculto que encierra el dolor radica en ser un fenómeno que exige ser explicado. El hombre que sufre necesita interpretar los porqués de su estado: tiene que pensar las causas de su mal, quizá porque la dicha no requiere explicaciones y quien vive instalado en ella lo hace despreocupadamente. Por eso gracias al dolor el hombre ha descubierto su subjetividad ya que ha sido esa piedra que ha trastornado nuestra marcha y ha hecho que al tropezar mordiéramos el polvo de nuestra propia existencia. ¿No fue el dolor lo que experimentó el hombre cuando alcanzó la autoconsciencia y se desgajó del caos informe del mundo al intentar imponerle el orden que surgía desde su descubierta subjetividad?. Este es el motivo por el que se ha insitido una y otra vez en la dignidad moral de esa disciplina del dolor que tiene que estar detrás de todo autoconocimiento. De ahí la grandeza impagable del dolor ya que, como señalaba Cesare Pavese, la aceptación del mismo supone el aprendizaje de una especie de alquimia que transforma el fango en oro, la maldición en el privilegio del saber...
Quizá por eso mismo, porque ha existido siempre
una íntima conexión entre la sabiduría y el dolor,
hoy se posterga éste más que nunca. Debido al fracaso estrepitoso
de la Ilustración -tanto en su versión burguesa como marxista-
la civilización moderna ha cambiado de estrategia frente al dolor.
En vez de luchar frontalmente contra él se ha decidido capearlo
mediante una estructura que propende al simulacro y la narcotización
colectivas. Bajo el imperio de esa especie de Frankenstein técnico
que es el capitalismo consumista en el que vivimos, la estrategia de los
herederos postmodernos de la Ilustración ha desquiciado las cosas
gracias al poder que brinda la Técnica y sus avances. Ante el imposible
de la utopía, la alternativa ha sido su simulación: levantar
a escala universal una enorme carpa de circo bajo la cual se escenifica
una representación que busca convencernos de que nuestro mundo es
el mejor de los mundos posibles.
Como advierte Baudrillard, gracias al poder omnímodo de la imagen se va transformando nuestro planeta en una especie de Disneylandia virtual. Un parque de atracciones levantado con el fin de que permanezcamos bien sentaditos y callados, como expectantes criaturas infantilizadas por el bombardeo incansable de los reclamos de la sociedad del ocio y el consumo. Así, los cementerios desaparecen sustituidos por incineradores; los viejos se convierten en jovencitos consumidores de diversión; los niños en adolescentes a los que se viste y hace vivir como adultos; y todos parecemos vivir aterrorizados por mantenernos dentro de unos cánones morales de salud, belleza y bienestar que proscriben cualquier conducta que pueda comprometer esa imagen ideal del hombre de nuestro tiempo hecha a base de esbeltez, juventud y salud física eternas. El capitalismo ha descubierto un nuevo e inagotable mercado al tiempo que un formidable mecanismo de control social: la fantasía y el aturdimiento de los sentidos a través de la fuerza centrífuga que desata la obsesión por el triunfo y el placer dentro del espectáculo de la publicidad continua.
Sumergidos en esa especie de circo permanente en el que se quiere convertir la vida, el hombre vive atrapado dentro de una burbuja hecha a base de estímulos primarios que buscan nuestra infantilización a través de un proceso de continua dispersión y fragmentación de nuestra subjetividad. Así, el olvido del dolor se ha convertido en uno de los pilares de nuestra civilización. De ahí la importancia de no dar la espalda a la dignidad del dolor. No con el deseo de entregarnos a él con voluntad masoquista, sino de prepararnos para afrontar tarde o temprano su presencia. ¿Hay alguien tan ingenuo como para poder creer que eludirá su contacto? ¿Puede haber alguna empresa más quimérica que la de intentar desecar esa especie de océano inabarcable que es el dolor olvidando que sus fuentes son inagotables? ¿Acaso podrán suprimirse alguna vez ese cuerpo sometido a la decadencia orgánica y las enfermedades, o ese mundo exterior que no podemos controlar y que es el origen de los estímulos traumáticos que trastornan nuestra vida personal? Al ser el dolor la puerta de desvelamiento del ser de cada uno, rebasarla se convierte en la única y verdadera aventura: la de descubrirse a sí mismo y entrar en los umbrales de la emancipación. Por eso Heidegger decía del dolor que es el medio que nos aproxima a la verdad, pues, aunque no nos ayuda a trascender la tierra, sin embargo nos hace habitarla con autenticidad. ¿No será por eso mismo que los griegos proclamaban que <<la justicia se inclina hacia aquellos que sufren porque se les proporciona el saber>>?
José María Lassalle
Profesor de Filosofía del Derecho
de la Universidad de Cantabria