CULTURA PARA LA ESPERANZA número 36. Verano 1999.

Fides et Ratio: un perenne problema filosófico

1.- A MODO DE INTRODUCCION: UNA PASIÓN QUE VIENE DE ATRÁS

La decimotercera encíclica de Juan Pablo II lleva el título latino Fides et Ratio, Fe y Razón (FR). Es la última sorpresa de un Papa anciano, ya en el ocaso de su vida, tildado de pesimista. Y paradójicamente ese Papa ha entonado un canto de optimismo y de confianza en las posibilidades de la razón humana al tiempo que recupera su pasión de siempre: la filosofía.

  Si volvemos la vista atrás encontraremos que, en la mente del entonces joven sacerdote Karol Wojtyla, surge la certera intuición de que lo esencial se decide en el terreno de la cultura, cultura que en su caso revestirá la forma de la filosofía, por la que se entusiasmará. Y así, en la Cracovia de la posguerra , en plena glaciación stalinista, descubrirá la fenomenología de Imgardem, discípulo de Husserl,  y  enseñará filosofía y teología moral en la Universidad de dicha ciudad al tiempo que profundiza en el pensamiento de M. Scheler y de Husserl. Por tanto el contenido de esta encíclica no es ninguna sorpresa: No podía esperarse menos de un Papa muy atento desde siempre al devenir filosófico y que muestra un buen conocimiento de la historia del pensamiento occidental desde sus orígenes griegos hasta las corrientes más modernas. Alguien ha escrito que “se trata de la encíclica más filosófica del más filósofo Papa de los últimos tiempos”.

Fides et Ratio es un documento denso, preciso y bien estructurado, redactado en un estilo asequible -no es menester ser doctor en filosofía o teólogo para leerlo-  y que invita al diálogo y a una reflexión profunda.

Nuestro plan es bien modesto. Se trata de exponer algunas de las ideas centrales del documento, pero que, por supuesto, ni agotan el tema (de hecho cada uno de los 128 puntos de los que consta la encíclica merecería una detenido comentario) ni eximen de su lectura.

 Pues bien, el cardenal Ratzinger en la presentación de la encíclica apuntó que “la situación actual se caracteriza en su raíz por dos factores: la separación, llevada al extremo, entre fe y razón; y la eliminación del problema de la verdad -absoluta e incondicional- del ámbito de la investigación propia de la cultura y del conocimiento del hombre...”. Esas son, a nuestro juicio,  las dos ideas centrales que quisiéramos comentar: el problema de la verdad y las relaciones entre la fe y la razón.

2.- EL TEMA DE LA VERDAD (EN SI MISMA), SU FUNDAMENTO Y SU RELACION CON LA FE

El documento es una continuación de la reflexión iniciada en la Veritatis Splendor (VS) y ya en las dos primeras líneas del escrito aparecen los tres conceptos fundamentales - fe, razón y verdad- pues comienza afirmando que “la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Y en efecto, uno de los medios para acceder a la verdad, -a verdades de carácter lógico, morales, antropológicas...- ha sido la reflexión filosófica. Tanto esta disciplina como la propia experiencia de cada cual muestra que “el deseo de verdad pertenece a la esencia misma del hombre”. El propio Aristóteles, allá en el siglo IV a. C. , en la Grecia clásica, también comienza uno de los libros más importantes de la historia del pensamiento, su Metafísica, afirmando que “todos los hombres desean por naturaleza saber”, y el objeto propio de ese saber que radica en el corazón del hombre es la verdad. Somos, pues, seres curiosos y sedientos de verdades, verdades tanto de carácter teórico como práctico (se alude expresamente a “la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar”). Y ello parece claro pues, cual marcianos que aterrizasen en un planeta extraño y desconocido tenemos que orientarnos y multitud de preguntas brotan espontáneamente de nosotros, del mundo y de los demás. Ese convencimiento ha sido en general una constante. B. Russel en nuestro siglo afirmaba que “la filosofía es el intento inusitadamente obstinado de alcanzar un conocimiento verdadero”. Esa es la auténtica vocación filosófica. Juan Pablo II habla de “la obligación moral grave, para cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez conocida” (RF, 26). E incluso define bellamente al hombre “como aquél que busca la verdad” (RF, 28). No se trata de una verdad parcial y penúltima sino de una verdad última que explique el sentido de la vida y de la historia. Y entonces, ¿qué es lo peculiar, cuál es la novedad de nuestra cultura actual y que, por tanto,  afecta a nuestros contemporáneos? Pues que si bien durante siglos se confió de modo natural en las capacidades cognoscitivas, ahora, en la cultura postmoderna, “la búsqueda de la verdad última aparece a menudo oscurecida”. Y en consecuencia “han surgido en el hombre contemporáneo, no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa confianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano (...) Se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído (...) la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas” (RF, 5).

El tradicional concepto de verdad ha entrado en crisis, se ha oscurecido. Ya en la VS leíamos: “La pregunta de Pilatos, `¿qué es la verdad?´ emerge también hoy desde la triple perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene y adónde va” (VS, 84)

Ruiz de la Peña explicaba, con su providencial sabiduría, que la crisis de la idea de verdad se origina en el ámbito científico donde dichos enunciados no tienen una validez absoluta, sino relativa o contingente ya que deben formularse de tal modo que puedan ser refutados o verificados. Y aún en este último caso siempre podrán ser sustituidos por otros con mayor poder explicativo. Poco tiempo después el axioma científico “no hay verdades absolutas” se transfiere a todos los ámbitos de la realidad; es lo que hace el cientifismo al presuponer que las ciencias agotan el campo de lo real.

Esa crisis del concepto de verdad se agudiza en la postmodernidad con el pensamiento débil, al mantener que el ser es débil, que no tiene fundamento, y que a la debilidad del ser le corresponde la debilidad del pensamiento que se ocupa del ser. El concepto de verdad objetiva es considerado como una reliquia ideológica e incluso se presenta como un disvalor.

La crisis de la modernidad ha traído el desencanto de la racionalidad, desencanto profundo pues el hombre occidental ya no cree en la razón. Se cree, en todo caso, en discursos racionales fragmentarios y concretos y, en consecuencia, la cultura actual, como reacción al reprobable balance de los sistemas filosóficos y políticos del pasado se propone hoy la fuga hacia un fácil irracionalismo. Y así ha nacido la fe ingenua en el tarot, la astrología o la quiromancia. Se antepone la ironía a la reflexión, la provisionalidad de lo efímero al pensamiento fuerte, el aforismo al sistema.

En resumen: en el plano genoseológico, en el plano del conocimiento se mantiene que no hay verdades absolutas porque a) la única fuente de verdad, que es la ciencia, sólo aporta verdades relativas o contingentes o b) porque el pensamiento es débil (como lo es la realidad) y no alcanza, si es que existiesen, ese tipo de verdades

El Papa, con profundidad y sentido analítico examina las distintas “formas de verdad” (RF, 30) y complementa la citada afirmación añadiendo: “El hombre, ser que busca la verdad, es también aquél que vive de creencias”. En efecto, el hombre, como ser social, recibe “muchas verdades en las que instintivamente cree” sin que las haya constatado (creemos, p. ej., que nuestra madre es nuestra madre). Ortega y Gasset estableció la diferencia entre ideas y creencias: las ideas son producto nuestro, son el  resultado de nuestra responsable actividad intelectual; las hacemos, las discutimos, las desechamos... Las creencias, por el contrario, son los contenidos culturales, costumbres, etc, que cada hombre y cada generación encuentra ya hechos y que se aceptan sin discutir: no las hacemos ni las formulamos: “simplemente estamos en ellas. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas nos movemos, vivimos y somos.” Las creencias, pues, nos constituyen y nos poseen, porque no son obra nuestra y preexisten a nuestras ideas. De ahí la importancia de la historia. Olvidar el pasado es darle la espalda a la historia y conduce, según el filósofo español, a la “rebarbarización del hombre”. El conocimiento por creencia se funda, antropológicamente, en la confianza interpersonal: creer al otro, confiar en él, es acoger la verdad que me manifiesta; en este sentido “el mártir suscita en nosotros una gran confianza (...) es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia” (RF, 32)

3.- LA RELACIÓN FE-RAZÓN

El capítulo IV se dedica al estudio de un problema clásico cual es la relación entre la fe y la razón. Partimos del hecho de que el cristianismo es una religión revelada, una doctrina de salvación y de amor y no un sistema filosófico. Cristo envió a sus apóstoles a predicar, no a ocupar cátedras de filosofía o a explicar una teoría abstracta. Pero esa doctrina contenía respuestas a problemas filosóficos planteados por los filósofos de la antigüedad (origen del mundo, monoteísmo, etc.) de tal manera que “el anuncio cristiano tuvo que confrontarse desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época” (RF. 37)
¿Cómo fue el encuentro de los primeros filósofos convertidos entre su  condición de filósofos y su condición de cristianos? Pionero de ese encuentro positivo fue S. Justino; él mismo nos ha contado su evolución espiritual en el Diálogo con el judío Trifón: nacido en el año 100, de padres paganos, había sido estoico, peripatético, pitagórico y platónico; todos esos sistemas le resultaron insuficientes, hasta que, en Efeso, abrazó la fe cristiana. Moriría tiempo después, en Roma, martirizado. Es el ejemplo de un pagano culto que persigue obstinadamente la verdad y que, una vez convertido, no sólo no renuncia a la filosofía sino que adopta una actitud abierta y positiva hacia el pensamiento griego hasta el punto de sentenciar que ”todo cuanto de verdad se ha dicho nos pertenece” (a los cristianos) y de ver, en Sócrates, un testigo de Cristo que le había confesado hasta el martirio a causa de su inflexible amor a la verdad. (Mucho tiempo después el renacentista Erasmo escribirá: “San Sócrates, ruega por nosotros). 
La vivencia de la doble condición -de filósofos y cristianos- provocó la reflexión sobre la relación entre filosofía y teología, entre razón y fe. El último gran testimonio es, ciertamente, esta encíclica. Pues bien, se presentan las siguientes disyuntivas:

a) ¿Son compatibles la fe y la razón o, por el contrario, la fe excluye a la razón? ¿Se puede ser a la vez filósofo y cristiano? Algunos, bien es cierto que una minoría, optaron por renegar de la razón y de la cultura y pensaron que eran incompatibles; en ese contexto irracionalista se escribe “credo quia absurdum” (“creo porque es absurdo”) y Tertuliano, representante de esta línea, se pregunta retóricamente: “¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia y la Iglesia?”. Es la oposición que muchas veces, desde el advenimiento del cristianismo, habría de separar a los representantes de la cultura antigua y a los confesores de la nueva fe. 
Por el contrario, la inmensa mayoría estaban convencidos de la armonía y es la línea seguida por los más importantes pensadores cristianos de la Edad Media (S. Agustín, S. Anselmo, Santo Tomás...) El Obispo de Hipona acuña dos fórmulas ampliamente seguidas en la Edad Media: “Intellige ut credas, crede ut intelligas” (comprende para creer, cree para entender). Es decir, primero la inteligencia prepara para la fe y después la fe dirige e ilumina la inteligencia. Se trata de la “fides quaerens intellectum”, fe que busca el intelecto, la fe que busca, en la medida de lo posible, la comprensión de lo creído. Esa será la actitud de S. Anselmo de Canterbury (S. XI) quien, antes de exponer un famoso argumento racional para demostrar la existencia de Dios, -el calificado por Kant como “argumento ontológico”-, escribe: “No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a comprender. Creo, en efecto, porque, si no creyese, no llegaría a comprender”. Otorga primacía a la fe pero ésta no es incompatible con la razón, que debe descubrir las razones para entender los contenidos de la fe. Además “el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama: cuanto más ama, más desea conocer” (RF, 42)

b) Ahora bien, si aceptamos que la fe es compatible con la razón se abre nuevamente otra disyuntiva. ¿Constituyen la filosofía y la fe un único saber o se trata de saberes claramente diferenciados? S. Agustín, debido a los condicionamientos culturales de la época, no trazó claramente las fronteras entre el campo de la razón y el campo de la fe: solamente hay una Verdad, la enunciada por el cristianismo, y se trata de alcanzarla por todos los medios. Será Tomás de Aquino quien en el S. XIII: 

a) Distinguirá claramente entre razón y fe: la razón es una facultad “natural” del ser humano y la fe es la aceptación de lo revelado por Dios y, como tal es un don sobrenatural y gratuito.

b) No hay contradicción entre las verdades reveladas por Dios y la razón natural; rechaza, pues, la teoría de la doble verdad del filósofo árabe Averroes: puesto que la verdad es única, razón y fe no pueden mantener afirmaciones contradictorias. Además tanto la razón como la fe proceden de Dios y, por tanto, lo que es verdadero según la sabiduría divina no puede ser falso según la sabiduría humana. 

c) Se da una zona de confluencia: hay verdades comunes a la razón y a la fe: ”Hay ciertas verdades que sobrepasan la capacidad de la razón humana, como es, por ejemplo, que Dios es uno y trino. Hay otras que pueden ser alcanzadas por la razón natural, como la existencia de Dios y la unidad de Dios, etc., las cuales fueron incluso demostradas por los filósofos guiados por la luz natural de la razón”. (C. G.., I, 3) 

Esas verdades son los llamados “preámbulos de la fe” , verdades que pueden demostrarse racionalmente. Por tanto la posición tomista implica una consecuencia de enorme alcance, a saber, que la razón no se desvincula de la fe ni la filosofía de la teología y así es posible una teodicea o una ética filosófica acordes con la teología revelada y con la moral cristiana.

Por tanto el Aquinate subraya la armonía entre fe y razón, reconoce la autonomía de la filosofía (autonomía relativa pues considera que el criterio último de verdad es la fe) y la imposibilidad de un conflicto real, de una contradicción entre fe y razón.

La encíclica destaca del Doctor Angélico, amén de su gran síntesis filsófico-teológica, (que ha sido comparada en el terreno estético a las grandes catedrales góticas) , su “pasión por la verdad”, hasta el punto de que es calificado como “apóstol de la verdad”  y la “relación dialogal que supo establecer con el pensamiento de la época”.  En efecto, “en su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón” (RF, 78). Y estas dos actitudes, la honesta búsqueda de la verdad y la relación dialogal entre la fe y la razón (cultura) son, quizás, las que todavía pueden y deben ser imitadas. Por todo ello la Iglesia “ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología”, (RF, 44) Uno de esos pensadores neotomistas de este siglo, gran conocedor del pensamiento del medievo en general y del de Tomás en particular, y que, por cierto, también aparece citado en el documento (RF, 74),  el francés E. Gilson, afirmaba a propósito del pensamiento tomista: “Que una obra que quiere ser la síntesis completa de las verdades religiosas que debe creer un hombre para asegurar la salvación de su alma, crea deber integrar en este sistema el ideal helénico de la vida humana, tal como Aristóteles lo había concebido sólo por los medios de la razón, es indicio de que el pensamiento tomista acababa de integrar en el cristianismo, -en pleno siglo XIII- todo el capital adquirido por la civilización”. Pero ello no es óbice para que, al mismo tiempo, Juan Pablo II tenga en cuenta la pluralidad filosófica (se menciona también la fenomenología, etc) y no canonice de modo absoluto ningún sistema filosófico.  El carácter modélico de Tomás de Aquino, ¿Se refiere a sus soluciones específicas de problemas filosóficos y teológicos o a  la paradigmática síntesis lograda entre fe y razón (metafísica)? Creemos que más bien a lo segundo. De hecho según Antonio Pelayo la encíclica destaca por su carácter abierto respecto a filosofías y sabidurías no occidentales (africanas y asiáticas), por su actitud prioritariamente no defensiva contra los “errores” del siglo y por su ruptura del “monopolio aristotélico-tomista” de la filosofía cristiana.

Finalizamos este paseo filosófico porque hemos llegado a nuestros días, aunque la historia viene de lejos, del siglo XIV, cuando la fe comienza a recelar de la filosofía  y a refugiarse en ella misma; es cuando un fraile franciscano, Guillermo de Ockham, procede a separar tajantemente la fe de la razón eliminando la zona de intersección establecida por Tomás de Aquino y considerando que los “preámbulos de la fe” (existencia de Dios, del alma...) son indemostrables racionalmente y, por tanto, objeto exclusivo de la fe religiosa. El proceso de limitación de la razón ha comenzado; el alcance de la razón se ve reducido notablemente, .... hasta llegar al mencionado pensamiento débil. Ha comenzado “el drama de la separación de la razón y la fe”. (RF,45). Y en esas estamos.

Realmente la filosofía moderna, aunque construida en gran medida por cristianos, pues cristianos son Descartes -el padre de la filosofía moderna- y Kant -la culminación de la Ilustración- se desarrolla alejándose de la fe cristiana. La filosofía reclama una autonomía absoluta y la razón se erige en tribunal supremo (sustituyendo a la fe en esa tarea). Del alejamiento surgirá, en el siglo XIX, la contraposición, el enfrentamiento explícito; estamos en el siglo del ateísmo: Comte, Feuerbach, Marx, Nietzsche.... son claros ejemplos. Recordemos que Nietzsche, en la última línea de su último libro, Ecce homo, libro que constituye su autobiografía espiritual anota: “¿Se me ha comprendido? Dioniso contra el Crucificado”. Y en el siglo XX prosigue esa separación, pero con el agravante de que “tanto la razón como la fe se han empobrecido y debilitado una ante la otra” (RF, 48), y del ateísmo trágico o  beligerante de los autores citados se ha pasado a la indiferencia religiosa. La razón sin la fe transita por caminos secundarios, por “sendas perdidas”. La fe sin la razón, -el fieísmo tan de moda en algunos movimientos religiosos, -subraya el sentimiento, la experiencia y los aspectos subjetivos imposibilitando así la propuesta universal que encierra el Evangelio. La Encíclica concluye este interesante capítulo afirmando que “es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, corre el peligro de ser reducida a mito o superstición” (RF, 48).

4.- ALGUNAS CONCLUSIONES  
a) Queremos insistir, en primer lugar, en la necesidad de confiar en la razón humana, en sus fuerzas y posibilidades y de huir del escepticismo; la razón humana es capaz de verdades y certezas incontrovertibles y, además, el hombre no puede sobrevivir sin ellas.

b) Es urgente y necesario un auténtico diálogo entre la fe y la razón, entre la fe y la cultura, pues ambas se necesitan mutuamente desterrando prejuicios por ambas partes: “... la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella: al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a las que no podría llegar por sí misma” (RF, 67). Dicha armonía no es, desde luego, nada fácil en la cultura actual.

Ese diálogo pasa, fundamentalmente, por redefinir la racionabilidad. El creyente no ha de renegar de la inteligencia sino tan sólo de una inteligencia roma que se centra en sí misma y que se ciega y se ofusca en su propia luz... La Revelación rebasa ampliamente el ámbito de la racionalidad técnico-científica, pero hay más usos de la razón que la citada racionabilidad; y además, las dimensiones humanas más importantes, las relaciones interpersonales como el amor, la amistad, la fidelidad, la confianza..., sólo son abarcables por una razón que no se circunscribe a lo empíricamente verificable. 

Así pues, lo que puede ser demostrado no es importante vitalmente, y lo que tiene importancia difícilmente puede ser demostrado, pero, ¿quién tendrá valor para decir que no existe? Esa razón abierta a lo transracional es más razonable que la racionalidad inmaculada de las ciencias experimentales. La razón científica no nos es suficiente porque el hombre es más que razón y la razón es más que científica, y, por tanto debe abrirse a una razón filosófica. En este contexto no nos resistimos a transcribir un jugoso y ficticio diálogo del magnífico libro de J. Guitton, Mi testamento filosófico. Escrito cuando el autor caminaba hacia los cien años, le es dado asistir a su muerte, entierro y juicio. Tras dejar sentado que “tener opiniones no me interesa. Está al alcance de cualquiera. Pero tener ideas verdaderas eso es lo que es difícil y eso es lo que es bello”  y que “en la base de la investigación no está la indiferencia, está el interés, el amor por la verdad, en el segundo capítulo titulado “De como Blaise Pascal vino a mi lecho de enfermo a preguntarme sobre las razones para creer en Dios” escribe:

“-Guitton, se trata de vuestra salvación. ¿Por qué cree usted en Dios?
Solté un largo suspiro. Había que responder a ese diablo de hombre.
- ¿Por qué? ...¡Porque me cuesta creer en él!
- A ver si le entiendo. ¿Dice usted que cree en Dios porque le cuesta creer en él?
- Sí. Y a esto añadiré, Pascal: si no me costase creer en él, pienso que no creería en él.
- Es curioso.
- Pero sin embargo es así.
- Supongo, Guitton, que esta no es la única razón.
- No, pero sí es una de ellas. Si Dios fuese fácil estaría al alcance de la mano. No sería trascendente y no sería Dios. Pero si Dios es Dios, hay una desproporción entre él y nosotros. No es de extrañar que, para verlo, tengamos que ponernos de puntillas sobre la punta del espíritu.
- Pero, ¿en qué sentido le cuesta creer?
- Me gustaría poder deducir su existencia a partir de mí. Compruebo que es imposible. En este sentido, me duele. Pero si creyese así, no creería en él, y el Dios al que me adheriría no sería Dios. Así ,pues, no poder creer de esa manera me ayuda a creer.
- Pero, ¿si pudiese deducir Dios?
- Estaría a mi nivel y no sería Dios.
- Sí, pero todo esto es negativo. ¿Cómo le ayudan estas dificultades a creer realmente en Dios que es Dios?
- Porque de esta manera, Pascal, creo en el Absoluto. Luego, sino creo en un Absoluto que no es Dios, creo forzosamente en un absoluto que es Dios
- Para mí está claro. Es muy original”

* La teología necesita a la filosofía, entre otras razones porque necesita expresarse en unas categorías culturales: verdades eternas se expresarán en una cultura temporal. Recordemos una vez más como Santo Tomás asumió, críticamente, a Aristóteles para explicar o intentar demostrar algunas verdades de la fe, y siglos antes S. Agustín había hecho lo mismo con Platón. La fe debe parecer, tal como decía la Iglesia de la antigüedad, un “obsequio razonable”.

* ¿Y la filosofía? Pues que no debe perder jamás su capacidad de interrogarse y de interrogar, que es imposible desterrar de su ámbito las preguntas definitivas y fundamentales como pretendía el neopositivismo y el cientifismo: ¿por qué hay ser en vez de la nada? (Heideggder), ¿por qué y para qué existo?, ¿merece la pena vivir?, ¿tiene todo esto, mi vida, la historia, algún sentido?... Estas y tantas otras son cuestiones insoslayables. Kant y Wittgenstain, a su modo, lo pusieron de manifiesto. Para el primero, aunque la razón tiene unos límites constitutivos, y por tanto afirmaba que la Metafísica es imposible como ciencia, y en consecuencia a través de la razón pura es imposible afirmar (o negar) la existencia de Dios, del alma, etc., no obstante queda otra vía (la razón práctica, la ética), para acceder a “lo incondicionado”, y admite en el prólogo de la Crítica de la Razón Pura que esas preguntas metafísicas forman parte de la dinámica de la razón que tiende inevitablemente a extender sus conocimientos más allá de la experiencia, a hacerse preguntas y formular respuestas sobre Dios, el alma y el mundo como totalidad. Wittgenstain, por su parte, confiesa al final del Tractatus: “Sentimos que incluso cuando todas las posibles cuestiones científicas han sido respondidas, nuestros problemas vitales no han sido ni siquiera tocados”. Esos problemas vitales que atormentaron al pensador vienés radicaban en “lo místico” (la ética, la muerte, el yo, Dios, el sentido de la vida), y lo místico existe, pero era para él inefable (no podía ser dicho) y, por tanto, concluía su famoso libro sentenciando: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse” . Ahora bien, “¿quién ha demostrado que no se puede hablar de lo que existe? El mismo pensador que estampaba esta consigna de silencio en su ensayo filosófico, lo transgredía copiosamente en su diario íntimo, en el que encontramos testimonios estremecedores de la hondura angustiosa con que inquietaban a su signatario las preguntas que él mismo vetaba en sus escritos”. El pensador francés recientemente fallecido y antes citado, Jean Guiton, escribió un ensayo corto con un título profundo y sugerente de resonancias witgensteinianas: “Silencio sobre lo esencial” y en el prefacio afirmaba: “Me extraño del silencio sobre Dios. Extraño este silencio sobre el primer objeto de la fe y el último de la razón”. Pero no se puede silenciar esa añoranza de la trascendencia, “de lo completamente otro” (Horkheimer), pues según escribiera bellamente ese célebre frankfurtiano todo pensamiento que no se decapita desemboca en la trascendencia, para afirmarla o para negarla. Ante el ataúd de una persona querida podemos preguntarnos: el amor que nos teníamos, ¿no era más que unas cuantas reacciones químicas en el cerebro que desaparecen con el último latido del corazón?  En efecto todo pensamiento que no se decapita desemboca en la trascendencia. En todo caso, y como reza el título de uno de los libros de Carlos Díaz, “preguntarse por Dios es razonable”.

Por eso siempre tendrá razón nuestro apasionado Miguel de Unamuno  cuando afirmaba: “No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en el orden de la cultura -y cultura es lo mismo que civilización- de aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano, de aquellos hombres o de aquellos pueblos que, por pereza mental, por superficialidad, por cientifismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón”

Terminamos estas reflexiones volviendo a la filosofía y a la fe. La filosofía consiste esencialmente en ver: hace de la evidencia de su objeto la medida del saber que pretende y así el filósofo lo pretende es “ver”, con los ojos y con la mente, pero ver; el saber del creyente, en tanto que tal, es verdadero, pero no engendrado por la evidencia sino por la autoridad del que revela. Saber por la fe es saber en la oscuridad de la inevidencia: pero él está del todo cierto de que es verdadero, pero no porque lo vea. Vivir en la filosofía es vivir en la denodada búsqueda de la evidencia; vivir en la fe es vivir en una noche oscura y a la vez luminosa: oscura porque no hay evidencia; luminosa porque el creyente llega a saber con tanta claridad como si una potente luz lo iluminara

A S. Justino, el filósofo mártir del cristianismo como Sócrates de la filosofía, el seguimiento de Cristo no le hizo abandonar el magisterio de Sócrates, pues “la fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por todo lo que es bello, bueno y verdadero” (RF, 56)

Rogelio Pérez. 

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