CULTURA PARA LA ESPERANZA número 38. Invierno 2000.

Bien común universal

   "Debe prevalecer ante todo el bien de la humanidad y no el bien particular de una comunidad política, social o cultural. La consecución del bien común de una comunidad política no puede ir contra el bien común de toda la humanidad, concretado éste en el reconocimiento y respeto de los Derechos del Hombre".

    "Las divisiones y diferencias políticas, culturales e institucionales en que se articula y organiza la humanidad son, desde esta perspectiva, legítimas en la medida en que armonicen con la pertenencia a la familia humana y con las exigencias éticas y políticas derivadas de la misma"

    "Habrá paz en la medida en que toda la humanidad sepa redescubrir su originaria vocación a ser una sola familia, en que la dignidad y los derechos de las personas -de cualquier estado, raza o religión- sean reconocidos como anteriores y preeminentes respecto a cualquier diferencia o especificidad. El bien de la persona humana está antes de todo y trasciende toda institución humana".

   "Es necesaria e improrrogable una renovación del derecho internacional y de las instituciones internacionales que tengan su punto de partida en la supremacía del bien de la humanidad y de la persona humana sobre todas las otras cosas, y sea éste el criterio fundamental de organización".

   "La misma organización de Naciones Unidas tiene que ofrecer a todos los estados miembros la misma oportunidad de participar en las decisiones, superando privilegios y discriminaciones que debilitan su papel y credibilidad".

   "Hoy día persiste y se acrecienta la desigualdad entre un Norte del mundo, cada vez más sobrado de bienes y recursos y habitado por un número cada vez mayor de ancianos, y un Sur en el que se concentra la gran mayoría de las jóvenes generaciones, privada todavía de una perspectiva esperanzadora de desarrollo social, cultural y económico. Desde el momento en que la humanidad, llamada a ser una sola familia, todavía está dividida en dos por la pobreza -al principio del siglo XXI más de mil cuatrocientos millones de personas viven en una situación de extrema pobreza- es especialmente urgente reconsiderar los modelos que inspiran las opciones de desarrollo".

    "En el inicio del nuevo siglo, esta pobreza de miles de millones de hombres y mujeres es la cuestión que, más que cualquier otra, interpela nuestra conciencia. Cuestión aún más dramática al ser conscientes de que los mayores problemas económicos de nuestro tiempo no dependen de la falta de recursos, sino del hecho de que a las actuales estructuras económicas, sociales y culturales les cueste hacerse cargo de las exigencias de un auténtico desarrollo". 

    "Puede que haya llegado el momento de una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines. Parece urgente que vuelva a ser considerada la concepción misma del bienestar, de modo que no se vea dominada por una  estrecha perspectiva utilitarista, que deja completamente al margen valores como el de la solidaridad y e1 altruismo. Una economía que no considere la dimensión ética y que no procure servir al bien de la persona", -de toda persona y de toda la persona- no puede llamarse por sí misma "economía” entendida en el sentido de una racional y beneficiosa gestión de la riqueza material".

    "El noble y laborioso trabajo por la paz (al que debe servir la economía) tiene su apoyo en el principio del destino universal de los bienes de la tierra".

    "Se impone hoy, con mucha más urgencia que en el pasado, la necesidad de cultivar la conciencia de valores morales universales para afrontar los problemas del presente, cuya nota común es la dimensión planetaria que van asumiendo".

   "El honor de la humanidad ha sido salvado por los que han hablado y trabajado en nombre de la paz. Ejemplos luminosos y proféticos nos han dado, en este sentido, quienes han orientado sus opciones de vida hacia el valor de la no violencia. Su testimonio de coherencia y fidelidad, llevado incluso hasta el martirio, ha escrito extraordinarias páginas ricas de enseñanzas".

   "Miremos a los pobres no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el mundo".

   Permítasenos hoy que nuestro editorial esté constituido en parte por palabras ajenas, y que, en todo caso, parta y sea un comentario a tales palabras; que, sin duda, necesitan mayor concreción para ser llevadas a la práctica, pero que, desde luego, si se toman en serio por quien las pronuncia, por sus seguidores y por cuantos imparcialmente sobre ellas reflexionen, ponen en cuestión el ordenamiento básico de la cultura, de la economía y de la política en que se asienta la sociedad de hoy. Obligan a enfrentarse con los responsables de los poderes que gobiernan el mundo, y a elaborar una praxis de actuación firme no violenta que llevaría en línea recta a la desobediencia civil de múltiples formas.

    No se pueden evocar en vano las figuras de Gandhi y de Luther King, entre otros, sin extraer las consecuencias de su actitud vital. Ni la denuncia "profética" de las instituciones de poder puede hacerse desde la construcción e instalación en otro poder, aun cuando sea de índole religiosa. Se trata de oponer violencia -la del poder- a no violencia -la conciencia- hasta que la conciencia  -vencida- acabe, por consecuente, venciendo a la violencia, desarmada de razones y desnuda en su crueldad. Nada hay más fuerte que la conciencia gritando, cuando no tiene ningún poder de coacción para imponerse.

    De todas maneras, valentía no pequeña es atreverse a decir la verdad, aun cuando ésta en algún o en muchos aspectos pueda acusarnos; por que, entonces, de verdad, la verdad puede salvarnos.

   Partimos, pues, de las citas arriba aducidas, en primer lugar, porque muchas de sus formulaciones son difícilmente superables, y, en segundo lugar, porque siempre es alentador, cuando se lucha contra corriente, que nuestros planteamientos sean en lo fundamental compartidos por la autoridad moral de Juan Pablo II, del que son las citas anteriores, tomadas de su Mensaje del 1 de enero del año 200O con motivo del Día de la Paz.
Para los hipercríticos de Juan Pablo II valga la cita de uno de nuestros más conspicuos sociólogos: "La creciente escisión entre mundialización económica, nacionalización de la política y localización de la identidad individual y colectiva es muy funcional para el proyecto de dominación imperante".

   Una doctrina que, como la católica, por definición debe resaltar los aspectos sociales y comunitarios de la persona humana, inevitablemente ha de ser mal comprendida por quienes elevan, sin más, a derechos universales los muy localizados intereses o caprichos privados egoístas de individuos del mundo rico.

   Vamos, pues, a nuestro tema.

   1º. - Relación entre persona humana y bien común

   Es frecuente confundir el bien común con bienes en común poseídos, cuyo sujeto de derecho puede ser una persona moral o jurídica o alguna institución le menor o mayor amplitud. Así se habla de bienes comunales, municipales, provinciales, nacionales, etc. En cuyo caso el sujeto poseedor de tales bienes (la institución) puede entrar en conflicto con el sujeto individual-personal en el ejercicio de determinados derechos; inclinándose, normalmente, la balanza del lado de las instituciones, y, mucho más, a medida que las instituciones son más amplias y sacralizadas. De este modo, por ejemplo, la razón de Estado se ha invocado siempre para que éste se defienda, sin dar explicaciones, frente a los individuos o instituciones de ámbito menor.

   El bien común, si queremos mantener la primacía de la persona, explicitada en sus derechos, es otra cosa. Es el conjunto de condiciones y disposiciones sociales -entendidas éstas en sentido amplio- que ayudan y posibilitan a la persona, sin suplantarla, el cumplimiento de sus deberes y derechos; condiciones y disposiciones elaboradas y sancionadas por el conjunto de los afectados.

   El bien común tiene, pues, un aspecto positivo: ayudar a la persona, y otro negativo: impedir el atropello de la persona por otros individuos más fuertes, ricos y poderosos.

   El bien común, objetivamente considerado, es la ordenación, en todos los aspectos, de las relaciones de unas personas con otras y de las diversas instituciones que ellas se hayan dado para que puedan -todas las personas- comportarse y vivir como tales, dotadas de libertad y responsabilidad.

   A lo que nos oponemos con esta concepción del bien común es a toda clase de totalitarismos, donde la escala de valores de los derechos es a la inversa de lo que reclama la justicia: Primero se colocan en importancia y exigibilidad los derechos del Estado (o de los superestados: Unión Europea, etc.) y, después, en escala descendente los de las demás instituciones, para terminar en últir1o lugar los del individuo-persona.

   Y no cambia nada, antes bien lo agrava, cuanto los Estados -como sucede en la realidad- están dominados y al servicio de intereses particulares. Siguen siendo los Estados (ahora como escudos de intereses bastardos) los que regulan la vida social. Tampoco, cuando los Estados se sienten desbordados por arriba, por organizaciones y compromisos internacionales al servicio de los poderosos (multinacionales, sistema financiero, monopolios, etc.).

    Siempre, pues, será la persona el criterio para comprobar el grado de realización del bien común. Si existen personas que no tienen posibilidad de ejercer sus deberes y derechos, el bien común está ausente, por más que el nivel global de la renta per cápita pueda ser muy elevado. El desarrollo humano de una colectividad no puede ni debe medirse por la riqueza material cuantificable del conjunto, sino por la paz social que se deriva del hecho de que todas y cada una de las personas puedan ejercer como tales en el normal cumplimiento de sus deberes y derechos.

   La existencia de miles de millones que hoy no pueden ejercer de personas es un hecho evidente que cualquiera puede comprobar y que todos los organismos internacionales admiten, aunque no puedan o no sepan o no quieran evitarlo.

   Y, como quiera que esta situación no se da por falta de recursos - así lo afirma sin ambages Juan Pablo II- es evidente que ello se debe a la organización de la sociedad como tal. Por consiguiente, lo más importante y urgente hoy es cambiar semejante estructura social.

   Con todo lo dicho anteriormente no negamos la necesidad de un abundante entramado social de comunidades, asociaciones y estructuras de todo tipo y de ámbitos diversos. Así lo exige el carácter social v comunitario de la persona humana. Lo que, como ya hemos expuesto con frecuencia en otros editoriales, subrayamos nosotros es que todo el conjunto institucional debe tener un carácter supletorio, subsidiario y promocionante, nunca suplantador. Lo que puede llevar a cabo la persona o una institución a ella cercana no debe hacerlo otra de ámbito mayor, y, en todo caso, siempre debe hacerse viable y efectiva la participación más directa y consciente posible de todos los afectados en la marcha y funcionamiento de las instituciones que les atañen y conciernen. Para lo cual se necesitan personas cultas y responsables. La educación en el saber y en los valores éticos son así exigencia primordial para el humano funcionamiento de la sociedad. Si estos ciudadanos no existen, se impondrá de alguna manera algún tipo de dictadura; no siendo la menos dañina la ejercida desde los monopolios de la información y el saber. De todas maneras, no es el gigantismo de las instituciones el mejor camino para el ejercicio real de la responsabilidad de todos.

   2º.- Mundialización y bien común

   La globalización o mundialización, es decir, la relación e interdependencia de todos con todos, de manera que las actitudes y comportamientos de unos repercuten en todos los demás a escala planetaria, parece evidente en lo económico-comercial-financiero, en las comunicaciones y, de algún modo, también en las decisiones políticas.

   Pero no es menos evidente que esta mundialización ha escindido la humanidad en dos mitades -la de los ricos y la de los pobres- separadas en sus quintas partes extremas por un abismo económico-social de 1 a 80.
Las dos terceras partes de la humanidad no tienen hoy posibilidad de ejercer los derechos humanos (recuerden el hambre, las guerras, los expatriados, el paro, etc.) precisamente porque la parte rica, movida por el ejercicio competitivo del lucro y la ambición, ha organizado el mundo a su servicio. Políticamente, todavía la ONU, por ejemplo, descansa sobre el derecho de veto de los vencedores de la segunda guerra mundial, acabada hace 55 años. Y si se plantea la ampliación de los países miembros permanentes del Consejo de Seguridad, sería admitiendo como tales a los países ricos: Japón, Alemania, etc.

   Las instituciones mundiales de derecho o de hecho están al servicio de los ricos y poderosos. Y, así las cosas, no es posible realizar el bien común desde instancias inferiores, porque las instituciones mundializadas anulan todos sus esfuerzos. ¿Qué puede hacer Nigeria, por ejemplo, frente a la prepotencia de la empresa petrolera ELF, arropada y defendida por todo el entramado militar, jurídico y económico de los países del Norte?. A lo más, cambiar aparentemente de dueño. Ahora bien, si los estados no pueden resistir la presión de todo el entramado institucional mundial, ¿cómo van a poder resistirlo las personas en tanto que individuos?.
E1 bien común exige, sin lugar a dudas, acabar con este tipo de globalización o mundialización. Pero lo importante es que la situación creada ha puesto de manifiesto dos verdades que se van imponiendo: 

   1) Los problemas de derechos humanos que afectan a las personas son los mismos en cualquier parte del planeta; lo cual va llevando a todos, especialmente a las víctimas a través del sufrimiento propio, a aceptar, comprender, vivir y amar la unidad de la familia humana; en definitiva, a descubrir la fraternidad, el tercer miembro del lema de la Revolución Francesa, olvidado a lo largo de dos siglos, pero que emerge imprescindible ahora, cuando se ha demostrado que sin ella no ha sido posible construir ni la libertad ni la igualdad.

   2) Sin acciones concertadas a escala mundial, no parece posible desmontar la nefasta globalización actual. Ni siquiera decimos que las acciones deban ser las mismas en todas partes, sino que, cuando menos, deben ser conocidas por unos y por otros y debidamente coordinadas.
Todo ello pide un nuevo tipo de ciudadano, el ciudadano universal: aquel que, sin desdeñar las concreciones de familia, grupo, etnia o nación en que se realiza su vida, comprende que lo que da sentido, unifica y armoniza las vidas de todos es el hecho de ser persona; lo cual es igual en Pekín o en Buenos Aires, siendo mahometano, cristiano o budista, y que es más importante ser persona que ser castellano o vasco. Es bueno morir por ser hombre, pero es un crimen matar por ser francés o español.

   Las acciones a llevar a cabo para demostrar la actual globalización deberán estar orientados a: 

   1) Creación de una cultura de fraternidad y de paz, asimilada por todos desde el sincero respeto de las diversas culturas, usos y costumbres particulares; conscientes de la unidad del género humano y de su estrecha vinculación con la naturaleza que nos sustenta. 

   2) Una auténtica democratización a todos los niveles del orden institucional, de modo que todas y cada una de las personas tenga capacidad de decisión. En editoriales anteriores afirmábamos cómo la misma ONU debiera tomar sus decisiones con la participación de todas las naciones y con número de votos proporcional al censo de sus habitantes.  

   3) Un orden jurídico internacional y supranacional que permita no dejar impune la conculcación de los derechos humanos por parte de nadie. 

   4) Una justa distribución para toda la humanidad de los recursos y riquezas disponibles, respetando las posibilidades de cada nación o continente.

   3º.- Agentes del bien común

   Sin duda éste es el tema clave en relación con el bien común. Esto ¿quién lo va a hacer?. ¿Quién puede hacerlo?. De ello trataremos en el próximo editorial, por no alargarnos demasiado en este. Basten ahora dos afirmaciones, aunque a muchos puedan parecerles rotundas en exceso.

   A. No pueden ser agentes del bien común los dirigentes políticos al uso.

   1) Ellos van por el camino de la guerra. Citamos titulares de la prensa diaria: "El Senado de EE.UU. no ratifica el tratado de prohibición de toda clase de pruebas nucleares". "Rusia y China trabajan en un misil imposible de detectar y localizar". "Javier Solana (Ministro de Exteriores y Defensa de la UE) condiciona la credibilidad de la UE a sus medios militares". "España incumple el código de la UE sobre exportación de armas". "El gasto en defensa, a escala mundial, oscila entre los 700.000 y 800.000 millones de dólares al año".

   2) No están por el respeto a la naturaleza y a las generaciones futuras. "Los científicos dicen que la tierra se calentará dos grados en el 2050 si no se controlan los gases emitidos al espacio". "Los países ricos hacen fracasar la cumbre mundial sobre desertización".
   3) No buscan la distribución de la riqueza, sino su concentración en pocas manos. Repasen las privatizaciones del patrimonio de las naciones y la concentración de bancos y empresas, etc.

   B. Los agentes del bien común han de salir de entre los pobres.

   Repetimos las palabras del Papa, al tiempo que con todo respeto le pediríamos que explicitase cómo pueden hacerse operativas y eficaces a escala mundial para construir la paz y la justicia.
"Miremos a los pobres no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el mundo".

   En todo caso, bienaventurados los manifestantes de Seattle porque al hacer fracasar la Cumbre de la OMC han dado una esperanza al mundo.

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