CULTURA PARA LA ESPERANZA número 38. Invierno 2000.
Carta a una profesora sobre los Derechos Humanos
EL PAIS, 28 de julio de 1999
Estimada amiga: No ha sido el olvido la razón por la que no he contestado a su amable invitación de escribir algo con motivo del 50 aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos. Necesito todavía largo tiempo y sosiego para poner en orden las muchas cuestiones que tengo pendientes en torno a ese hecho, porque el reconocimiento del hombre, como sagrada realidad personal, en un sentido es una evidencia teóricamente lograda y, en otro, es una tarea históricamente pendiente todavía en muchas situaciones. Me preocupan muchas cosas por las que pocos se preocupan y menos responden. Por ejemplo: Que se
presente a los Derechos Humanos como una mera reclamación que se
puede hacer frente a los otros o contra otros sin a la vez requerir
y reclamar a la persona en su fondo moral, para que sea ella la que se
ponga en cuestión, examine su vida y si está implantada en
la realidad con actitud imperativa y emperadora, o por el contrarío,
con actitud acogedora y de servicio en projimidad.
Que a
la vez que el cultivo de los derechos no se cultive el sentido de los deberes
y de las responsabilidades. Derechos y deberes son coextensivos y correlativos.
Donde nadie se siente obligado por deberes, nadie tiene capacidad para
reclamar derechos. Donde nadie se acepta a sí mismo como responsable
del otro, no hay capacidad histórica para que se subvenga a las
necesidades de los desvalidos. Tener derechos es una capacidad propia que
remite a los otros, y por tanto activa; pero, sobre todo, pasiva o receptiva.
¿Qué será de ella si no hay quien se sienta bajo un
deber percibido en el fondo de la propia conciencia?
Que no
se piense que el problema de los Derechos Humanos remite al campo del derecho
positivo a la moral fundamental, que no es posible la coactividad en este
orden y que con la mera urgencia o violencia exteriores no se logra nada.
¿Quién funda y sostiene las conciencias y a partir de dónde
se las forma para que se sientan referidas al prójimo siempre y
en toda su situación, más allá del beneficio que sus
decisiones les reporten? ¿Qué o quién nos sostiene
en el cumplimiento del deber moral para permanecer fieles a él en
situaciones positivas y negativas, que suponen un riesgo para la propia
vida y que nos pueden poner ante la muerte?
Que no
pensemos cómo se responde a las situaciones límite, cuando
subvenir al prójimo en sus derechos supone el peligro de perder
los derechos propios, arriesgar la enfermedad o la cárcel, arrostrar
el rechazo social o la marginación en el grupo al que se pertenece.
Que no
se desenmascare aquellas comprensiones antropológicas, sociales
o políticas que hacen del individuo, cerrado en su mundo de posesiones,
el centro de la realidad, y para las que el prójimo es tolerado,
usado o dejado a su albur en indefensión e insolidaridad totales.
Que no
planteemos la cuestión de cómo se comportan las políticas,
las religiones las culturas y las ideologías a este respecto. ¿Quiénes
consideran sagradas la vida personal y la existencia abierta? ¿Quiénes
la respetan en sus formas incipientes y en sus fines decrecientes, con
independencia de su valor inmediato o de su servicio a la sociedad? Como
cristiano sé que cada persona es creada inmediatamente por Dios,
que cada hombre es imagen suya, es tenido por Él y a El se puede
atener siempre, en toda situación de vida y de muerte. La afirmación
de que "Cristo murió por mí" (Gálatas 2.20) revela
el valor infinito de cada sujeto para Dios. La encarnación ha dignificado
infinitamente la existencia humana. En frase de Pascal: "Cristo en su agonía
ha derramado unas concretas gotas de sangre por mí". Yo tengo en
el comportamiento del Creador la medida, el fundamento y el imperativo
de mi comportamiento para con todo hombre, porque cualquier hombre es mi
prójimo, lo mismo que Dios fue prójimo en Cristo para todo
hombre. Están en juego el derecho de cada persona, el derecho de
Dios sobre ella y el encargo que he asumido de velar por ella. La autonomía
del hombre se define ante todo y sobre todo por su responsabilidad para
con el prójimo.
Cuando
Dios llama a Caín, tras haber dado muerte a su hermano Abel (Génesis
4) la respuesta que da éste: "¿Soy yo acaso el guardián
de mi hermano?", es justamente el sentido de todo el capítulo. Dios
le responde: "Tú eres el guardián de tu hermano". Tú
eres responsable de él. Él tiene derecho a la vida y tú
tienes que velar por ella. Dios, como origen superior a uno y a otro, que
vela por ambos aun cuando se hayan degradado, funda en última instancia
derechos y deberes. Dios a su vez se convierte en el defensor del asesino
Caín. Él pedirá a éste cuenta de su crimen,
pero entre tanto ningún hombre puede tomar la justicia por su mano
y asesinarlo: "Dios puso una señal a Caín para que nadie
que lo encontrase lo matara" (Génesis 4.15). Todo hombre es siempre
imagen de Dios: la persona es sagrada y no puede ser negada en vida ni
anulada en muerte.
Que no
se instaure un diálogo teórico y práctico en la sociedad
sobre cómo debe ser la colaboración en mil tareas pendientes
para sanar, salvaguardar y extender esos Derechos Humanos a los sectores
marginados, que todavía no tienen voz, y a los grupos discriminados.
Es necesario, por un lado, pensar en común los fundamentos teóricos
de los Derechos Humanos para que no estén a merced a los vaivenes
de partidos o de potestades, pero a la vez hay que llevar a cabo acciones
críticas contra quienes los niegan, y acciones positivas para eliminar
las causas teóricas o estructurales de fondo desde las que nace
su violación. Y aquí es donde se sitúan las posibilidades
educativas de padres, educadores, profesores, sociedad. Es mortífero
un sistema que impone saberes instrumentales sin horizontes morales, técnicas
sin humanidad, destrezas individuales sin hacer pensar en qué se
vive y en cuál se quiere vivir, con qué distribución
de la riqueza, con qué dignificación de todos, con qué
primacías y servicios, valores y beneficios.
El problema más grave hoy en España es el educativo: ¿qué valores, ideales, imperativos, esperanzas y confianzas fundan la existencia para afirmar tanto los derechos propios como los servicios al prójimo, la autonomía individual como la renuncia a lo propio a fin de que los más pobres, lejanos y solitarios accedan a la libertad, la riqueza y la dignidad personales? Los centros educativos, reducidos realmente casi sólo a institutos técnicos, con implícita renuncia a la formación personal, se están convirtiendo no pocas veces en campos de concentración, lugares de reclusión violenta, con miedo generalizado. ¿Cómo explicar que de 1986 a 1999 se haya duplicado la población en las cárceles españolas? ¿Qué confiere mayor dignidad a una cultura: su capacidad para crear riqueza o para redistribuirla, el incremento, de la libertad individual o la disponibilidad para el servicio al prójimo? ¿Cómo ser justos y responder a los Derechos Humanos de todos en unos sistemas que día tras día incrementan la riqueza de un lado y la pobreza de otro?. ¿Comprende ahora, estimada amiga, cómo no me es fácil escribir sobre esta cuestión, sin ocultar las cuestiones de fondo, sin sucumbir a los tópicos y sin repetir los gritos inanes? Gritar libertad o derecho es una falacia, cuando a la vez no se pregunta por los fundamentos de su posibilidad y las formas históricas de su realización. Esa es mi preocupación, y por eso prefiero permanecer en un silencio meditativo, antes que asumir un lenguaje que oculta la realidad y está engañando al prójimo. ¿Entiende ahora que mi silencio ante su carta no fue signo de debilidad, sino de una preocupación más honda y realista? Ninguna palabra, ni de Dios ni de hombre, debe ser proferida en vano. Su amigo.
OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL