CULTURA PARA LA ESPERANZA número 41. Otoño 2000.

CONFLICTOS OLVIDADOS
(DEL SILENCIO INFORMATIVO AL "INFOESPECTÁCULO")

Vicente Romero

(conferencia para CEAR en La Casa de América 26/09/00)

Recogido de Miscelánea Africana, CIDAF

La campaña que CEAR y la Fundación CEAR acaban de presentar, hace unos minutos, habla de 51 millones de refugiados. 50 millones de seres humanos sin destino, o con los destinos quebrados por diferentes conflictos en distintas partes del mundo. La necesidad de la campaña resulta evidente, ya que -pese a la magnitud de las cifras que lo resumen- del problema de los refugiados nos llega una información mínima y discontinua.

En el mundo permanecen abiertos una docena de conflictos graves y se mantienen larvadas otras tantas situaciones de enorme tensión, que constituyen las causas principales del problema (los problemas, sería mejor decir) de los refugiados. Sin embargo, de la mayoría de esos conflictos apenas si recibimos información.

Como dijo hace años Bernard Kouchner (fundador de Médicos sin Fronteras) "sin imágenes no hay indignación; sin imágenes, la injusticia solo golpea a los desdichados". La misma idea está, desde antiguo, en el refranero: "ojos que no ven, corazón que no siente". Es cierto que la difusión masiva de imágenes de las tragedias actuales -o sea la información inmediata y viva sobre ellas- es lo único que parece capaz de golpear eficazmente las conciencias, y de obligar a moverse a unos políticos y gobernantes acomodados en un sistema autodenominado de bienestar. El olvido por parte de los grandes medios de comunicación (especialmente la televisión) significa el desconocimiento social y político de los conflictos, y consecuentemente la incomprensión de sus efectos, como el desplazamiento forzoso de cientos de miles de personas. Finalmente, ese silencio informativo que llamamos piadosamente olvido, permite eludir responsabilidades a quienes estarían éticamente obligados a actuar contra la injusticia. Y acaba garantizando la impunidad tanto de los verdugos como de sus beneficiarios últimos.

El mercado internacional de la información está controlado por las grandes empresas de comunicación -mayoritariamente penetradas por las principales corporaciones económicas mundiales, cuando no propiedad de alguna de ellas- las cuales ejercen un implacable poder de decisión sobre los temas informativos que se ponen en circulación o se silencian, así como sobre sus contenidos. La única forma de escapar de ese control está en la producción propia del material informativo, lo que requiere una gran inversión económica, grandes medios técnicos y esfuerzos humanos considerables.

Pero la simple difusión masiva de imágenes de las tragedias no es suficiente. Jean Ziegler ha escrito que la función última de los periodistas (última no en el sentido de postrera, sino de tarea final, de irrenunciable compromiso ético) consiste en hacer que el público 'recupere la capacidad de horrorizarse ante lo que es horroroso'. Una capacidad que los espectadores de los informativos de televisión pierden sin advertirlo, acostumbrándose a la constante sucesión de imágenes atroces. Porque esas imágenes patéticas de niños famélicos, de mujeres y hombres muertos a tiros o machetazos, de miles de refugiados confinados bajo las tiendas de hule de los campos de refugiados, pasan ante los ojos del público continuamente, casi siempre sin una explicación adecuada o con una explicación tan mínima y apresurada que resulta insuficiente. Y su reiteración hace que la miseria y la violencia acaben siendo aceptadas como algo inevitable, consustancial y hasta lógico en países atrasados.

Incluso cuando nos sorprenden algunas imágenes que sobrepasan el horror habitual, nos escandaliza más la barbarie balcánica que la africana, porque los Balcanes son parte de nuestro entorno europeo, que consideramos civilizado mientras asumimos como natural la misma barbarie en las naciones lejanas, donde nuestra ignorancia nos hace calificar a sus gentes como primitivas cuando no de salvajes y, en el mejor de los casos, de exóticas. (Tal vez porque nos resulta cómodo olvidar que el mayor salvajismo de este siglo se produjo bajo el nazismo en el corazón de la vieja Europa.)

Además del silencio informativo y del pernicioso carácter fragmentario y descontextualizado de la mayor parte de las noticias que nos llegan sobre la mayoría de los conflictos internacionales que están en el origen del problema de los refugiados, la información basada en imágenes de grandes tragedias está sufriendo últimamente una perversión aún mayor: lo que los semiólogos norteamericanos han empezado ya a denominar 'infortainment'. Un neologismo horroroso que pretende mezclar información y entretenimiento, y que acaso se podría traducir como 'infoespectáculo'.

Esta enfermedad profesional del periodismo en televisión ha adquirido dimensiones alarmantes de forma creciente durante los seis últimos años. (Especialmente desde la colosal tragedia de Ruanda en 1994, que también marcó el desarrollo de las ONG). Pero el 'infoespectáculo' tampoco es algo nuevo. Recuerdo que durante la primera fase de la guerra civil de El Salvador -cuando se libró la larga lucha política en el frente urbano de la capital, reprimida por el ejército de forma sangrienta- las principales cadenas norteamericanas de televisión llegaron a tener hasta tres equipos de enviados especiales cada una, compitiendo por las imágenes más sensacionalistas, por no caer en la trampa y denominarlas espectaculares: brutales cargas policiales contra los manifestantes, tiroteos, cadáveres en las calles, gentes llorando desesperadas ante las cámaras... que garantizaban los más altos picos de audiencia, donde interrumpir el informativo e insertar la publicidad.

Sin embargo, el 'infoespectáculo' ha aumentado su perversión en los últimos años, adquiriendo un carácter supuestamente humanitario que resulta gratificante para el espectador. Decía ese cura lúcido y valiente que es Jesús Jáuregui -responsable de Cáritas para la zona de los Grandes Lagos- que llega un momento en que la gente no puede seguir comiendo mientras soporta las imágenes crueles que los telediarios ofrecen al medio día y a la hora de cenar; entonces muchos espectadores reaccionan y echan mano de la cartera para enviar un donativo... y así poder seguir comiendo. Además de ese efecto liberador de una mala conciencia primaria, común al público de clase media mínimamente informado de los países ricos, las informaciones sobre la llegada de la ayuda humanitaria enviada por nuestro gobierno y los de nuestro entorno europeo, y también las imágenes de la actuación de las ONG surgidas como expresión de nuestra propia sociedad civil, resultan sumamente gratificantes. Reafirman la supuesta moralidad del sistema radicalmente injusto en que vivimos, e incluso nos permiten un ambiguo sentimiento de superioridad. A veces, cuando la ayuda no se produce masivamente, se tiende a minimizar informativamente el problema: fue el caso de la crisis en el sur de Sudán, hace dos años, donde las televisiones integradas en la UER (Unión Europea de Radiodifusión) renunciaron a establecer un punto de montaje y emisión, como hacen habitualmente en las situaciones de crisis.

El más evidente desarrollo comercial del 'infoespectáculo' por ahora ha estado en los llamados telemaratones, que proclaman como finalidad

la obtención de fondos para la ayuda humanitaria, pero no quitan el ojo de los índices de audiencia ni renuncian a los ingresos de la publicidad. Aunque sus formatos sean importados de Norteamérica, son hijos naturales de aquellos viejos programas radiofónicos como el famoso 'Ustedes son formidables', que convertían la caridad (entonces no se hablaba de solidaridad, sino de caridad cristiana) en objeto de diversión.

Cuando los telediarios -y, en general, los programas informativos- ofrecen esas imágenes que Kouchner reclamaba como pruebas de la injusticia, provocadoras de la indignación popular, y cuando lo hacen en el sentido que Ziegler señala como ineludible obligación ética de los periodistas, la televisión se convierte en el más potente fulminante de la solidaridad. Cada vez hay mayor conciencia de ello entre los profesionales del periodismo. Y resulta evidente que últimamente las informaciones de carácter humanitario han ganado espacios en los informativos de cadenas como ‘Antena 3’, ‘Tele Madrid’ y, sobre todo, ‘Tele 5’. (Aquí tengo que señalar que todavía es TVE la que mayor y mejor información ofrece de estos problemas, en programas hechos con el rigor de ‘Informe Semanal’ o ‘En Portada’).

Sin embargo, se mantiene el silencio informativo sobre crisis tan profundas y prolongadas en el tiempo como la guerra civil de Angola (que ya dura más de un cuarto de siglo). Estos días los periódicos han publicado brevísimas informaciones sobre la que parece ofensiva final talibán en el norte de Afganistán, donde los observadores internacionales temen que se produzca un flujo de 200.000 refugiados a través de la

frontera tayika. La suerte incierta de decenas de miles de

refugiados de Timor prácticamente ha desaparecido del panorama informativo, tras la noticia de la retirada del personal de las agencias humanitarias por falta de condiciones de seguridad. Son tres de muchos ejemplos posibles. Pero tal vez el más cercano y evidente sea el caso de Kósovo, por contraste con los excesos informativos anteriores. Porque a la limpieza étnica serbia ha seguido una segunda limpieza étnica albanesa, sorda e implacable, ignorada de forma cobarde si no cómplice por quienes defendieron incondicionalmente la aberración de los bombardeos humanitarios de la OTAN. En Kósovo se caza hoy a los gitanos a tiros como hicieron los nazis, se producen secuestros y desapariciones como en la América Latina de los años setenta, se incendian viviendas y se asesina bajo las barbas de unas tropas de la OTAN ineficaces para garantizar el respeto de los derechos de las minorías gitana y serbia, sin que tampoco se haya logrado crear un sistema de justicia mínimamente eficaz. Pero de todo ello a penas llegan unas imágenes que incomodarían al propio Bernard Kouchner.

Rara vez se vuelve a informar de la situación de países que han sufrido grandes desastres naturales o fuertes crisis sociales. Los focos informativos son efímeros y las tragedias se solapan: las inundaciones de Mozambique hicieron olvidar la hambruna de Etiopía; la hambruna de Etiopía hizo olvidar las inundaciones de Venezuela; éstas hicieron olvidar la hambruna de Sudán, que relevó informativamente a los terremotos de Colombia o Turquía, que a su vez hicieron olvidar los efectos devastadores del Mitch... El público nunca llega a saber qué ha pasado después de los huracanes, o los terremotos, o las guerras. Sospecha que el hambre y la miseria continúan, aunque no proporcionen el número de muertos suficiente para ser noticia. Ignora si la ayuda prometida llegó a tiempo, si se canalizó debidamente, o si se hicieron enjuagues políticos con los fondos. Y esa falta de información produce inevitablemente el efecto opuesto al de fulminante de la solidaridad que tuvo la información puntual de cada tragedia.

Pero donde a mi juicio resulta más notorio el silencio informativo es en las noticias sobre el flujo de inmigrantes ilegales que llega a nuestras costas. Muy pocas veces se habla de las condiciones de vida que los impulsan a la incierta aventura de la emigración. Y menos aún se da cuenta de las situaciones de guerra o tensión política extrema que sufren muchos de sus países de origen.

Es obligado señalar también que buena parte de la responsabilidad en las insuficiencias, los vicios y las perversiones de la información que he comentado, corresponde a las agencias humanitarias. Organizaciones poderosas que deberían ser no solo principales fuentes informativas sino motores que estimulen una actividad periodística solidaria, se mantienen pasivas y recelosas. En general, las principales (como ACNUR, FAO o Cruz Roja) se mueven detrás de las actuaciones periodísticas, denotando una común falta de políticas informativas adecuadas. Y la mayoría de los funcionarios internacionales -especialmente los de la Unión Europea- acusan, además de una insensibilidad y una lentitud burocrática crónicas, un sorprendente desconocimiento de los medios de comunicación, de sus condicionantes, funcionamientos y necesidades.

Frente a las tan repetidas teorías sobre la objetividad informativa, consideradas como principio profesional fundamental, y expuestas como dogma de fe en todas las facultades y escuelas de periodismo, los periodistas deberíamos proclamar y ejercer el derecho a cuestionar los límites de esa objetividad en el tratamiento de determinadas realidades. Debemos examinar de forma crítica la realidad en que nos movemos, cuestionar los límites de nuestro trabajo y reivindicar el derecho a indignamos ante la injusticia, haciendo patente nuestra indignación en el planteamiento de los contenidos informativos, sin reprimir nuestros sentimientos de dolor o impotencia ante las tragedias humanas. No podemos limitamos a exponerlas de modo falsamente objetivo, sin denunciar sus causas y señalar a sus beneficiarios. Los periodistas tenemos que ser capaces de transmitir a los espectadores de los informativos nuestras propias emociones humanas ante el horror o la injusticia, para evitar que se produzca una deshumanización de la información, tan perversa o más que el silencio, la fragmentación o el 'ínfoespectáculo'.

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