CULTURA PARA LA ESPERANZA número 53. Otoño 2003
Perder la paz
Como quiera que parece que la guerra, en su dimensión más severa, está rematando en Irak, lógico es que empecemos a retratar los problemas que se perfilan en el futuro inmediato. Todos ellos sugieren que Estados Unidos y sus aliados, triunfantes en el terreno militar, pueden perder la paz.
El primero de esos problemas se llama orden público y asume como poco dos dimensiones diferentes. Si una la ilustran en plenitud los saqueos que han cobrado cuerpo por doquier, otra es en más de un sentido una prolongación de los hechos militares: el acoso, bien que esporádico, a las unidades del ejército invasor no va a desaparecer. Esto es al menos lo que se desprende de lo ocurrido durante un buen puñado de días en Um Qasr, la ciudad iraquí apostada a un kilómetro de la frontera con Kuwait: la ocupación no hizo desaparecer a los francotiradores, que aún hoy, y según algunos análisis, camparían por sus respetos. El fenómeno que nos ocupa no es ajeno, por lo demás, a otra circunstancia importante: apenas han caído dirigentes iraquíes de primer orden, de tal suerte que podríamos hallarnos ante lo que algunos analistas entienden que puede convertirse en una suerte de guerra de baja intensidad.
El segundo magma de problemas se revela en el Kurdistán iraquí y las regiones aledañas. Sabido es que ésa es la zona en la que, hoy por hoy, puede revelarse un riesgo cierto de desintegración del Estado que el régimen de Saddam Hussein, no sin esfuerzos, mantuvo unido. La perspectiva, en particular, de que las milicias kurdas asuman un renovado protagonismo puede fortalecer un proyecto secesionista que inquieta sobremanera a la vecina Turquía. Las rencillas entre unos y otros en modo alguno pueden descartarse, y con ellas la apertura de un imprevisto frente llamado a generar problemas sin cuento a quienes, designados por Washington, se encarguen de encabezar un poder provisional en Irak. El peso de la cuestión queda bien reflejado en un hecho que conviene rescatar: la razón principal que explica por qué Estados Unidos no derrocó al régimen iraquí en 1991 no fue otra que el temor a una desestabilizadora disgregación del país.
Las disputas no faltan tampoco en lo que respecta a la condición del gobierno que, antes o después, habrá de adquirir carta de naturaleza en Irak. Por mucho que se imponga una militarizada, y aparentemente provisional, administración externa, los responsables del ejército invasor están obligados a volcarse, ya, en una delicada operación llamada a conciliar intereses enfrentados. Detrás de éstos se hallan instancias tan dispares como la oposición externa -visiblemente financiada por Washington-, la interna -formada ante todo por dirigentes chiíes y kurdos, así como por un puñado de fuerzas políticas de izquierda, y generalmente recelosa de muchas de las políticas abrazadas por la Casa Blanca en el pasado- y determinados segmentos del Baaz y de las fuerzas armadas que estarían llamados a aportar, tal vez, su experiencia de control y gobierno. Aunar intereses tan distintos se antoja tarea tanto más difícil cuanto que -y volvemos a lo mismo- las disputas étnicas parecen llamadas a acrecentar las diferencias. Téngase presente, en fin, que el Pentágono y el Departamento de Defensa abrazan proyectos diferentes en lo que atañe a las fórmulas que deben desplegarse en Irak.
La cuarta fuente de tesituras delicadas es la reconstrucción económica, y antes de ella la necesidad de atender al sustento más elemental del conjunto de la población. La impresión más extendida señala que no hay ningún programa serio que se ocupe de una y otra cuestión. Mientras se disipa una duda que acaso es meramente retórica -la de si EE.UU. apuesta por una genuina reconstrucción o aspira, sin más, a apuntalar un negocio redondo en provecho de sus empresas-, los concursos abiertos han suscitado ya todas las suspicacias, y lo más probable es que las sigan alimentando aun en el caso de que se multiplique generosamente el número de países participantes y se respeten viejos compromisos. El precedente afgano obliga a ser, de cualquier modo, poco optimista en el caso de un país, Irak, en el que lo más sencillo es que la codicia se imponga sobre la sensatez.
Agreguemos, en suma, una quinta y última cuestión: la de la delicada situación que atraviesan las relaciones de Estados Unidos con varios de los países de la región en los que saltan a la vista los problemas que acosan a unos dirigentes políticos que deben encarar el visible descontento de sus opiniones públicas. Al respecto obligado es recordar que la colocación de algún parche en Palestina apenas garantiza nada, tanto más cuanto que ningún motivo induce a considerar seriamente la posibilidad de que Estados Unidos, aparentemente reforzado su papel en el Oriente Próximo, se disponga a trabajar en serio en un plan de paz encaminado a poner cortapisas a las ínfulas imperiales de Ariel Sharon. De por medio colean, para que nada falte, unas amenazas, las dirigidas por Rumsfeld contra Siria e Irán, que acaso anuncian que lo de Irak no es sino un primer paso en un largo camino sembrado de agresiones y prepotencia.
Carlos Taibo