CULTURA PARA LA ESPERANZA número 40. Verano 2000.
Información Privilegiada. Lo que aprendí en la crisis económica mundial
Aunque no compartimos los análisis económicos del autor, hemos creído conveniente publicar este artículo porque muestra el funcionamiento interno del FMI, desde el conocimiento que da el haber trabajado como economista de esta institución. El próximo septiembre, muchas personas que ya se manifestaron en Seattle y en Washington, llegarán a Praga, al encuentro del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM).
Dirán que estas organizaciones no escuchan a los países a los que se supone que ayudan y que son secretas y no democráticas. Dirán que sus remedios ponen las cosas peor... Yo fui economista jefe del BM desde 1996 hasta noviembre de 1999 durante las crisis económicas globales más graves en los últimos cincuenta años. Vi cómo reaccionaban el FMI y el Departamento del Tesoro estadounidense. Y me quedé horrorizado.
La crisis económica global empezó en Tailandia en julio de 1997. Los países del sudeste asiático estaban saliendo de tres décadas milagrosas: los ingresos se habían elevado, la salud había mejorado, la pobreza había descendido dramáticamente. No era sólo literatura, sino que de acuerdo con los estudios matemáticos internacionales, muchos de estos países cumplían mejor que los Estados Unidos. Algunos no habían sufrido un solo año de recesión durante tres décadas.
Pero las semillas de la adversidad ya se habían plantado. En los primeros 90 estos países habían liberalizado sus mercados financieros, no porque necesitaran atraer más fondos (las tasas de ahorro eran ya del 30% o más) sino por la presión internacional, incluyendo la del Departamento del Tesoro americano. Estos cambios provocaron un flujo de capital a corto plazo -esto es, la clase de capital que busca la máxima rentabilidad inmediata, en contraposición con la inversión a largo plazo en fábricas por ejemplo. En Tailandia, este capital a corto plazo ayudó a echar combustible a un boom de bienes raíces insostenible.
Y, como todo el mundo (incluyendo los americanos) ha aprendido dolorosamente, las burbujas pueden estallar, a menudo con consecuencias desastrosas. Tan rápido como el capital afluye, puede irse. Y cuando todo el mundo trata de sacar dinero al mismo tiempo, se produce un problema económico. Un gran problema económico.
Las últimas crisis financieras ocurrieron en América Latina en los 80, cuando unos déficits públicos hinchados y unas políticas monetarias relajadas condujeron a una inflación galopante. Entonces, el FMI impuso una austeridad fiscal correcta (presupuestos equilibrados) y unas estrictas políticas monetarias como condición a los gobiernos para poder recibir ayudas. En 1997, el FMI impuso las mismas exigencias a Tailandia. Según los líderes del Fondo, la austeridad restauraría la confianza en la economía tailandesa. A pesar de que la crisis se extendía a otros países asiáticos y había una creciente evidencia del fracaso de estas políticas, el FMI ni parpadeaba y seguía administrando la misma medicina a cada país que llamaba a su puerta.
Creo que esto fue un error. Por un lado, y al contrario que los países latinoamericanos, los países asiáticos ya estaban agotando los excedentes de sus presupuestos. En Tailandia el gobierno estaba gastando tanto que estaba, de hecho, agotando las inversiones en cosas tan necesarias como la educación y las infraestructuras, ambas esenciales para el crecimiento económico. Y las naciones asiáticas ya aplicaban políticas monetarias estrictas: la inflación era baja y caía (en Corea del Sur, por ejemplo, la inflación se mantenía en un muy respetable 4%). El problema no eran los gobiernos imprudentes como en Latinoamérica; el problema era un sector privado imprudente -todos los banqueros y prestatarios que jugaban con la burbuja económica.
Yo me temía que en estas circunstancias, las medidas de austeridad no resucitarían a las economías asiáticas sino que las llevarían a la recesión o incluso a la depresión. Las altas tasas de interés podrían devastar a las compañías asiáticas altamente endeudadas, causando más bancarrotas. Los reducidos gastos del gobierno contraerían la economía aún más.
Por esto empecé a presionar para cambiar la política. Hablé con Stanley Fischer, un antiguo y distinguido catedrático de economía del Instituto Tecnológico de Massachusetts y antiguo economista del BM, que era entonces director jefe del FMI. Tuve reuniones con economistas del BM que podrían influir en este organismo y les alenté a que hicieran todo lo posible para movilizar a la burocracia del FMI.
Fue fácil convencer a la gente del BM de mi análisis; cambiar la opinión en el FMI fue prácticamente imposible. Cuando hablaba con los funcionarios del FMI, explicándoles por ejemplo cómo las altas tasas de interés podrían aumentar el número de bancarrotas haciendo más difícil que se restaurara la confianza en las economías asiáticas, al principio se resistían. Después, al no encontrar una réplica eficaz, retrocedían con otro argumento: tendría que entender yo las presiones de la junta de directores ejecutivos del FMI, designado por los ministros de finanzas de los países industrializados avanzados, que son los que aprueban todos los préstamos del FMI. Lo que querían decir estaba claro. La junta se inclinaba a ser todavía más severa; en realidad esas personas tenían una influencia moderada. Mis amigos directores ejecutivos decían que era a ellos a los que se presionaba. Parecía cosa de locos, no solo por la imparable inercia del FMI sino porque todo sucedía detrás de puertas cerradas con lo que era imposible saber cuál era el obstáculo real a modificar. ¿ Era el personal que presionaba a los directores ejecutivos o eran estos los que presionaban a aquellos?. Yo todavía no lo sé seguro.
Naturalmente, todo el mundo en el FMI me aseguraba que sería flexible: si sus políticas realmente resultaban constrictivas y forzaban a las economías asiáticas a una recesión más profunda de lo necesario, entonces las modificarían. Esto me puso la carne de gallina. Una de las primeras lecciones que se enseña a los estudiantes de economía es la importancia de los retrasos. Se necesitan de 12 a 18 meses para que un cambio en la política monetaria (aumentar o descender las tasas de interés) muestre todos sus efectos. Cuando trabajaba en la Casa Blanca como presidente de la junta del Consejo Económico, enfocábamos toda nuestra energía en prever el futuro de la economía para saber qué políticas debíamos recomendar para el presente. Jugar al ratón y el gato era el colmo del disparate. Y eso era precisamente lo que los funcionarios del FMI estaban proponiendo.
No debería sorprenderme. Al FMI le gusta llevar sus negocios sin extraños haciendo demasiadas preguntas. En teoría, el Fondo apoya a las instituciones democráticas de los países a los que ayuda. En la práctica, socava el proceso democrático cuando impone sus políticas. Oficialmente desde luego el FMI no "impone" nada. "Negocia" las condiciones para otorgar las ayudas. Pero todo el poder durante las negociaciones está de un lado -el lado del FMI- y éste rara vez concede el tiempo suficiente para construir un amplio consenso o incluso para llevar a cabo consultas más amplias en los parlamentos o en la sociedad civil. A veces el FMI aparece con la pretensión de apertura a la vez que negocia convenios en secreto.
Cuando el FMI decide ayudar a un país, envía una "misión" de economistas. Estos economistas con frecuencia carecen de amplia experiencia del país; es más probable que tengan conocimiento de primera mano de sus hoteles de cinco estrellas que de los pueblos diseminados por la geografía. Trabajan duro, quemándose las cejas con los números durante toda la noche. Pero su tarea es imposible. En un período de días o todo lo más, de unas semanas, se les ha encargado que desarrollen un programa coherente y sensible a las necesidades de un país. Ni que decir tiene que este pequeño mareo de números rara vez da lugar a estimaciones adecuadas para el diseño de una estrategia de desarrollo en una nación entera. Y lo que es peor, el mareo de numeritos no siempre es bueno. Los modelos matemáticos que usa el FMI suelen ser imperfectos o anticuados. Se sabe que los equipos del FMI componen informes en borrador antes de la visita. He oído historias acerca de un incidente desafortunado en el que los miembros del equipo copiaron partes importantes del texto del informe de un país y lo transfirieron entero a otro. Hubieran salido del paso con ello excepto que la tecla de "buscar y reemplazar" del ordenador no funcionó correctamente dejando el nombre del país original en algunos sitios.
No es justo decir que los economistas del FMI no se preocupan por los ciudadanos de los países en desarrollo. Pero los más viejos del Fondo -y son mayoritariamente viejos- actúan como el "hombre blanco" de los tiempos coloniales descrito por Rudyard Kipling. Los expertos del FMI se creen que son más brillantes y están mejor educados y menos influidos políticamente que los economistas de los países que visitan. Sin embargo, los líderes económicos de esos países son muy buenos -en muchos casos más brillantes que el personal del FMI, que frecuentemente consiste en estudiantes de tercera categoría de universidades de primera categoría (fiaos de mí, he enseñado en las universidades de Oxford, Stanford, Yale y Princeton y en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y el FMI casi nunca lograba reclutar a ninguno de sus mejores estudiantes). El pasado verano di un seminario en China sobre política competitiva en las telecomunicaciones. Al final, tres economistas chinos de la audiencia me hicieron preguntas tan sofisticadas como las que podrían haber hecho cualquiera de las mejores mentes occidentales.
Según pasaba el tiempo, crecía mi frustración (uno podría pensar que, puesto que el BM estaba contribuyendo con billones de dólares en paquetes de rescate, su voz sería escuchada; pero se le ignoraba casi con tanta resolución como se ignoraba a la gente de los países afectados). El FMI argüía que todo lo que pedía de los países asiáticos era que equilibrasen sus presupuestos en un momento de recesión. ¿Todo?. ¿No acababa de luchar la administración de Clinton con el Congreso en contra de un presupuesto equilibrado para el país?. ¿Y no fue el argumento clave de la administración que, ante una recesión, podía ser necesario un gasto ligeramente deficitario?. Esto es lo que yo y la mayoría de economistas hemos enseñado a los estudiantes graduados durante 60 años. Con franqueza, un estudiante que a la pregunta ¿"Cuál sería la postura fiscal de Tailandia ante una crisis económica?" hubiera respondido con la respuesta del FMI, habría suspendido.
A medida que la crisis se extendía a Indonesia me iba preocupando cada vez más. Las nuevas investigaciones del BM mostraban que la recesión en un país tan dividido étnicamente, podría desencadenar toda clase de disturbios. A finales de 1997, en una reunión de ministros de finanzas y gobernadores de bancos centrales en Kuala Lumpur, emití una declaración preparada cuidadosamente y revisada por el BM. Sugería que un programa monetario y fiscal tan constrictivo, desencadenaría revueltas políticas y sociales en Indonesia. De nuevo el FMI permaneció impasible. Su director, Michel Camdessus, dijo lo que no había dicho en público: que el sudeste asiático tendría simplemente que mantenerse firme como se había mantenido Méjico. Siguió anotando que después de sufrir un breve dolor, Méjico había emergido más fuerte de la experiencia.
Pero esto era una analogía absurda. Méjico no se había recuperado porque el FMI le hubiera obligado a fortalecer su débil sistema financiero, que seguía débil años después de la crisis. Se había recuperado gracias a la oleada de exportaciones a Estados Unidos que fue posible por el boom económico estadounidense, y gracias al petróleo. En contraste con esto, el principal socio comercial de Indonesia era Japón, que entonces y aún ahora, permanece en calma chicha. Además, Indonesia es mucho más explosiva social y políticamente que Méjico, con una larga historia de revueltas étnicas. Y una nueva revuelta daría lugar a una salida masiva de capital (facilitada por la relajación de las restricciones a los flujos de capital favorecida por el FMI). Pero ninguno de estos argumentos importaba. El FMI siguió presionando y demandando reducciones del gasto gubernamental. Y así se eliminaron los subsidios para necesidades básicas como alimentos y combustibles, justo cuando las políticas constrictivas hacían a esos subsidios más necesarios que nunca.
En enero de 1998 las cosas iban tan mal que el vicepresidente del BM para el sudeste asiático, Jean Michel Severino, invocó a la temida "r" (de recesión) y a la "d" (de depresión) para describir la terrible situación económica de Asia. Lawrence Summers, entonces Secretario del Tesoro, embistió contra Severino por poner las cosas peor de lo que estaban, pero ¿de qué otra manera se podía describir lo que estaba pasando?. La producción descendió en los países afectados en un 16% o más. La mitad de los negocios en Indonesia estaban en bancarrota o cerca de ella y como consecuencia, el país no podía aprovecharse de las ventajas para la exportación que le confería las bajas tasas de intercambio. El desempleo crecía hasta 10 veces y los salarios reales caían en picado en países que básicamente no tenían ninguna red de seguridad.
El FMI no solamente no estaba restaurando la confianza económica en el sudeste asiático, sino que estaba socavando la fábrica social de la región. Entonces, en la primavera y verano de 1998, se extendió la crisis más allá del sudeste asiático, hasta el país más explosivo de todos: Rusia.
Los problemas en Rusia compartían características fundamentales con los del sudeste asiático, entre ellas el papel negativo jugado por las políticas del FMI y del Tesoro americano. Sin embargo en Rusia, el daño había empezado mucho antes. Tras la caída del muro de Berlín emergieron dos escuelas de pensamiento que estudiaban la transición rusa a la economía de mercado. Una de ellas, a la que yo pertenecía, consistía en un grupo de expertos en la región, premios Nobel como Kenneth Arrow y otros. Este grupo daba importancia a la infraestructura institucional de una economía de mercado, desde las estructuras legales que defendieran los contratos hasta las estructuras reguladoras que hicieran funcionar el sistema financiero. Arrow y yo formamos parte de un grupo de la Academia Nacional de Ciencias que en la década anterior había discutido con los chinos su estrategia para la transición. Dábamos mucha importancia a una competición tutelada, más que al solo hecho de privatizar las industrias estatales, y apoyábamos una transición más gradual a la economía de mercado (aunque estábamos de acuerdo en que podrían necesitarse medidas fuertes, de forma ocasional, para combatir la hiperinflación).
El segundo grupo estaba compuesto sobre todo por macroeconomistas, cuya fe en el mercado no admitía sutilezas sobre la necesidad de su apuntalamiento - esto es, la necesidad de unas condiciones para que funcione de forma eficaz. Estos economistas tenían pocos conocimientos de la historia o de la economía rusa y no creían que los necesitaran. La gran fuerza, y la debilidad última, de las doctrinas económicas en las que confiaban, es que las doctrinas son -o se supone que son- universales. Las instituciones, la historia, o incluso la distribución de los ingresos, no importa. Los buenos economistas conocen las verdades universales y pueden mirar más allá de los detalles que oscurecen esas verdades. Y la verdad universal es que la terapia de choque funciona para países en transición a una economía de mercado: cuanto más fuerte sea la medicina (y más dolorosa la reacción), más rápida será la recuperación. Así funciona el argumento.
Por desgracia para Rusia, esta última escuela ganó el debate en el Departamento del Tesoro y en el FMI. O, para ser más precisos, el Departamento del Tesoro y el FMI se aseguraron que no hubiera un debate abierto y procedieron ciegamente con la segunda vía. Los que se oponían no fueron consultados o no lo fueron durante mucho tiempo. En el Consejo Económico, por ejemplo, había un economista brillante, Peter Orszag, que había servido como consejero del gobierno ruso y que había trabajado con muchos de los jóvenes economistas que asumieron luego posiciones de influencia allí. Era la clase de persona cuyo conocimiento necesitaba el Tesoro y el FMI. Pero quizá porque sabía demasiado, casi nunca fue consultado.
Todos sabemos lo que pasó luego. En las elecciones de diciembre de 1993, los reformadores sufrieron un duro revés, revés del que todavía no se han recuperado. Strobe Talbott, que entonces estaba a cargo de los aspectos no económicos de la política rusa, admitió que Rusia había experimentado "demasiado choque y demasiado poco tratamiento". Y todo ese choque no había conducido a Rusia a una economía de mercado real en absoluto. La rápida privatización urgida a Moscú por el FMI y el Departamento del Tesoro había permitido a un pequeño grupo de oligarcas que se hicieran con el control de los bienes estatales. El FMI y el Tesoro habían sacudido los incentivos económicos rusos, muy bien, pero en la dirección incorrecta. Al ofrecer una atención insuficiente a las infraestructuras institucionales que permitirían hacer florecer la economía de mercado, y al facilitar los flujos de capitales fuera y dentro de Rusia, el FMI y el Tesoro habían allanado el terreno para el saqueo de los oligarcas. Mientras el gobierno no tenía dinero para los pensionistas, los oligarcas estaban enviando ingentes cantidades obtenidas mediante el pillaje y la venta de las fuentes nacionales preciosas, a las cuentas bancarias de Chipre y Suiza.
Los Estados Unidos estaban implicados en estos sucesos horrorosos. A mitad del año 1998, Summers, que enseguida sería nombrado sucesor de Robert Rubin como Secretario del Tesoro, hizo una aparición pública con Anatoly Chubais, el arquitecto principal de la privatización rusa. Al hacer esto, Estados Unidos parecía alinearse con las fuerzas que estaban empobreciendo al pueblo ruso. No es de extrañar que el antiamericanismo se extendiera como la pólvora.
Al principio, sin tener en cuenta la advertencia de Talbott, los verdaderos creyentes en el Tesoro y en el FMI continuaban insistiendo que el problema no era demasiado tratamiento, sino más bien demasiado poco choque. Pero, a lo largo de la mitad de los 90, la economía rusa continuaba implosionando. La producción cayó en picado a la mitad. Mientras solo el 2% de la población vivía en la pobreza al final del lúgubre período soviético, la "reforma" contempló cómo las tasas de pobreza se incrementaban en casi un 50%, con más de la mitad de los niños rusos viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Sólo últimamente han admitido el Fondo y el Tesoro que se había menospreciado la parte del tratamiento y ahora insisten en que ya lo habían advertido desde el principio.
Hoy Rusia sigue en un estado desesperado. Los altos precios del petróleo y la resistencia a la devaluación del rublo, han ayudado a mantenerla en pie. Pero los estándares de vida siguen por debajo de como estaban al principio de la transición. La nación está acosada por una desigualdad enorme y la mayoría de los rusos, amargados por la experiencia, han perdido la confianza en el mercado libre. Una caída significativa de los precios del petróleo revertiría, casi con total seguridad, lo que un progreso modesto ha venido haciendo.
El sudeste asiático está mejorando, aunque sigue luchando. Casi el 40% de los préstamos a Tailandia no ha llegado todavía; Indonesia sigue profundamente anclada en la recesión. Las tasas de desempleo siguen muy superiores a las anteriores a la crisis, incluso en el país que mejor esta funcionando: Corea. Los impulsores del FMI sugieren que el fin de la recesión es una confirmación de la eficacia de las políticas de la agencia. Tonterías. Toda recesión tiene un fin. Todo lo que el FMI hizo fue profundizar, alargar y empeorar las recesiones del sudeste asiático. En efecto, Tailandia, que siguió las recetas del FMI de forma más cuidadosa, ha ido peor que Malasia y Corea del Sur, que siguieron caminos más independientes.
A menudo me pregunto cómo gente lista, incluso brillante, ha podido crear políticas tan malas. Una razón es que esa gente lista no empleaba recetas económicas listas. Yo desfallecía al advertir cuán anticuados y disonantes con la realidad eran los modelos que aplicaban los economistas de Washington. Por ejemplo, en el centro de la crisis asiática se encontraba un fenómeno microeconómico como es el de la bancarrota. Pero los modelos macroeconómicos utilizados para analizar estas crisis no estaban enraizados en microfundaciones por lo que no tenían en cuenta la bancarrota.
No obstante los malos economistas son sólo un síntoma del problema real: el secreto. Es más probable que gente lista haga cosas estúpidas cuando se cierra a la crítica y a los consejos de fuera. Si hay algo que he aprendido en el gobierno es que la apertura es más importante en aquellos lugares donde parece más importante la habilidad. Si el FMI y el Tesoro hubieran aceptado un mayor escrutinio, sus disparates se habrían aclarado mejor y antes. Las críticas de gentes de la derecha, como Martin Feldstein, jefe del Consejo Económico de Reagan y George Shultz, Secretario de Estado de Reagan, se unieron a las de Jeff Sachs, Paul Krugman y a las mías. Pero el FMI insistía en sus políticas más allá de los reproches. Sin estructura institucional para llamar su atención, nuestras críticas fueron casi inútiles. Y lo que es aún más aterrador, incluso las críticas internas, sobre todo las de su falta de apertura y democracia, permanecían en la oscuridad. El departamento del Tesoro es tan arrogante en sus análisis y recetas económicas que a menudo controla de una forma muy estricta (demasiado estricta) incluso lo que el presidente ve.
La discusión abierta habría hecho surgir preguntas profundas que aún reciben una muy escasa atención por parte de la prensa americana. ¿Hasta dónde empujaban el Fondo y el Tesoro las políticas que contribuyeron a aumentar la volatilidad económica global? (El Tesoro empujó la liberalización en Corea en 1993 con la oposición del Consejo Económico. El Tesoro ganó la batalla en la Casa Blanca pero Corea y el mundo pagaron un alto precio). ¿Es que algunas de las ásperas críticas del FMI al sudeste asiático intentaban disminuir la atención de la propia culpabilidad de la agencia?. Y lo que es más importante, ¿empujaron América y el FMI unas políticas porque nosotros, o ellos, creían que ayudarían al sudeste asiático o porque creíamos que beneficiarían a los intereses financieros americanos y del mundo desarrollado?. Y si creemos que nuestras políticas estaban ayudando al sudeste asiático, ¿dónde estaba la evidencia?. Como participante en esos debates, yo tenía que haber visto la evidencia. No había ninguna evidencia.
Desde el final de la Guerra Fría, las personas encargadas de llevar el evangelio del mercado hasta los últimos rincones del planeta han adquirido un poder enorme. Estos economistas, burócratas y funcionarios actúan en nombre de Estados Unidos y de otros países industrializados avanzados y aún hablan un lenguaje que sólo unos pocos ciudadanos entienden y que pocos políticos se molestan en traducir. Actualmente la política económica es quizás la parte más importante de la interacción de América con el resto del mundo. Y todavía la cultura económica internacional de la democracia más poderosa del mundo, no es democrática.
6 de abril 2000 Joseph Stiglitz